I racconti del Premio Energheia Europa

Que el señor me lleve pronto. Seudónimo: Hiperiön_Alejandro Morellón Mariano, Madrid.

_Premio Energheia Espana 2014.  

una pausa musicale durante la presentazione del libro di Isabella Marchiolo
una pausa musicale durante la presentazione del libro di Isabella Marchiolo

Todos pensaron que el abuelo se iba a morir pronto porque tosía mucho y escupía sangre y caminaba como caminan los hombres que se van a desmoronar de un momento a otro; pero Matilde, su mujer, tuvo una embolia y la palmó antes, y luego mi hermano, el mayor, que ya llevaba bastantes años enfermo antes de que yo naciera, también acabó muerto mientras mi abuelo no dejaba de repetir, entre unas noches y otras, aquello de «que El Señor me lleve pronto», pero El Señor seguía sin llevárselo. Le oigo gemir y ahogarse al otro lado del pasillo, arruga los ojos y a veces se quedan sin color y sin brillo, pálidos o translúcidos, como si en realidad no estuvieran siendo ojos sino una extraña ausencia de ellos. También cierra la boca con fuerza —lo estoy notando toser por dentro— para que no le oigamos; y pienso: las personas viejas apenas abren la boca, apenas se pronuncian si no es para mascullar algo, no la abren, no parecen tomar aire de ella, como si se cerrasen a lo que sea que pudiera entrar en ellos o, más bien al revés, como si no quisieran contaminar lo de fuera con su decrepitud, su mal aliento, la ausencia de dientes. Tenía seis años y los dientes torcidos, y unos pájaros extraños sobrevolaron la azotea, cuando vi a mi abuelo por primera vez y entonces nos hicieron una fotografía —él con una camiseta de tirantes blancas; yo, con un jersey de Snoopy—. Debía de tener más de sesenta años y para entonces ya lo habían ingresado media decena de veces y arrastraba una neumonía que le hacía respirar como si tuviera la garganta llena de agua. Creo que fue porque mis padres pensaron que el abuelo podría morirse pronto que me llevaron a él, y olvidaron viejos rencores. Viajamos en avión para que me conociera, a su sexto nieto, y dicen que estuve llorando porque me asustó que la faltara un brazo. Pero yo nunca lo recuerdo, no recuerdo haber llorado; recuerdo, sí, los pájaros extraños y como planeaban en círculos cada vez más cerrados y se apoyaban contra la baranda para mirarnos de perfil. Siempre que pienso en mi abuelo me miro el brazo izquierdo. Me había contado mi madre que cuando era niño le estalló una mina de guerra en el descampado donde jugaba, y él siempre dice que aquella detonación le salvó la vida porque de haber conservado los dos brazos habría tenido que ir a la guerra, y lo más seguro es que muriera en ella porque nadie, ninguno de aquellos que él conoció, había vuelto. Quizá, quién sabe, aquella fue la primera vez que mi abuelo debió morir y no lo hizo. Lo estoy viendo ahora abandonarse igual que abandona el único brazo sobre las piernas, se deja a las horas de no hacer nada, permanece sentado y escucha cualquier cosa que pueda oírse al otro lado del cristal. Tal vez se piense otro, treinta años más joven, con el hígado en buen estado, con los pulmones a pleno rendimiento o el riñón sin trasplantar; o puede que sólo recuerde cosas. Hace varios años que la tía Obdulia nos abandonó en un accidente de coche y recuerdo que días después del funeral se había muerto también un primo mío que vivía en Berlín. El año pasado, cuando mi madre nos contó que mi padre había sufrido un infarto en el trabajo y que no habían podido hacer nada por él, lo dijo mirando al abuelo, y yo imaginé que en realidad lo que le decía era: «¿y tú? ¿Por qué todo el mundo se muere menos tú?», a lo que él había respondido, no directamente pero sí un rato después, sin saber que nosotros estábamos escuchándole: «por favor, Señor, llévame pronto». En mi despacho tengo puestas las fotografías de mis hermanos y de mis padres; casi siempre las miro y gimo durante un rato aguantándome la frente con los dedos pero algunas veces me invade cierta extrañeza que no puedo explicar pero que hace que el mundo, esto que me rodea, no parezca del todo cierto, y que nada, ni siquiera yo, me pertenece. Otras veces creo que tengo esa enfermedad de nombre impronunciable que te hace dudar de si en realidad existes. Abro los ojos y escucho las zapatillas arrastrándose por el pasillo y después parece que la puerta del baño se cierra, luego se oye el ruido de la ducha. Este mismo año han muerto tres familiares indirectos (por parte de padre y de madre), mi profesora de matemáticas de primaria, uno de los curas del barrio, dos actores jubilados, dos de mis mejores amigos, un cantante joven, tres cantantes viejos, una vedette famosa, cuatro escritores que me gustaban, el hombre del tiempo de hace veinte años, un locutor de radio, catorce mil filipinos, cuarenta y siete personas en el descarrilamiento de un tren.

Ayer dijeron que al abuelo no le quedaba ya mucho de vida pero yo sé que mienten, mi abuelo no creo que se muera nunca, a decir verdad, porque tiene muchos más años de los que le tocaría tener, y no deja de repetir, en una letanía odiosa, lo de que le tienen que llevar pronto, pero creo que incluso él a dejado de creer en eso. Esta mañana me ha preguntado, mirándome desde el otro lado de la cocina, si yo era El Señor y si estaba aquí para llevármelo. Le he dicho que no lo sabía y que lo que es yo me encuentro un poco mal desde hace varios meses, que sufro frecuentemente de nauseas hasta vomitar, y que no sé quién va a cuidar de él si yo falto. Pero ha salido de la cocina sin mirarme, arrastrando las zapatillas y perdiéndose en los fondos de su sillón. Luego se ha quedado dormido.