I racconti del Premio Energheia Europa

No habrá tormenta sin néctar, Iria Fariñas_ Alicante

Finalistas Premio Energheia España 2023

Anna había soportado durante años el hastío de ser ella misma, con aquellas manos que servían té y escondían sus uñas mordidas de las miradas indiscretas, a veces ajenas y a veces propias. Con aquellas manos que se hinchaban ante el calor del verano y de los hornos y de los umbrales del infierno. Y es que quién si no ella conocía la temperatura exacta a la que los cuerpos se hinchan como palomitas en un microondas.

Ella, que había rajado el vientre de un ciervo vivo una y otra vez en sus sueños, que había acumulado cascadas de saliva mientras observaba el sudor corriendo cuesta abajo sobre nucas y hombros en la calle; cada día estaba recluida de nueve a cinco tras el escaparate de la panadería más cara del barrio de moda, es decir, la más cuqui según las redes sociales que Anna espiaba con una cuenta falsa. Lo que los otros, y los otros eran cada uno de los clientes que le pedían un café con leche de soja y sacarina o, peor aún, un matcha latte y un cinnamon roll, no entendían, era que, más allá de su apariencia de cucaracha temblorosa, Anna contenía un huracán dispuesto a desvanecer hasta el último sitio cool del mundo.

Y es que, si las fronteras de aquel juego se parecieran a cualquier cosa que no fueran serpientes, entonces, quizá y solo quizá, el tiempo se le asemejaría menos a un precipicio y más al polen que ilumina el aire cada tarde. Con un contrato temporal a modo de lápida y una sonrisa cincelada en forma de la bomba que una hija enterraría en la tumba de su padre-violador-al-que-mató-con-la-aguja-de-coser-de-la-abuela-aunque-llore-las-noches-en-que-no-se-acuesta-con-hombres-que-se-parezcan-a-él, Anna sabía que la cuenta atrás había comenzado.

Tres, dos, uno, como cuando de niña se zambullían en la piscina de su amiga Ale, cuyo edificio no solo tenía piscina y dos columpios, sino también portero, videocámara y ascensor, y cuyos padres jugaban con ella en el parque más cercano y le compraban cómics sobre hadas. Padres que no eran militantes de los bares con máquinas tragaperras y que no tenían dos trabajos en negro, ni subalquilaban una habitación en un piso sin muebles donde una familia entera compartía un colchón.

Tres, dos, uno, como cuando mordió una manzana augurando que esta le arrancaría las muelas con caries, y es que a los ocho años aprendió que, sin Seguridad Social ni tarjeta de residencia, es necesaria la creatividad para extirpar el dolor.

Veinte años más tarde, se situaba cada día tras el mostrador y sonreía con la boca cerrada para que nadie viera el amarillo de sus dientes torcidos. Le gustaba imaginar que su disposición era la de un mosaico romano de los que les faltan piezas y la gente hace fila e incluso paga por sacarle unas cuantas fotos que nunca más volverán a mirar.

Y es que, si la rabia fuera un peluche al que estrangular con la bisutería de la infancia o si pudiera encontrar alguna causa para tanto daño, quizá Anna no se percibiera a sí misma como un ladrillo en manos de un adolescente a punto de reventar la vidriera más hermosa de una iglesia.

Tenía un plan, por supuesto. Si algo le había enseñado una vida de esquivar a la policía, era que no tenía derecho a meterse en líos a menos que tuviera un plan. Todo comenzó con un mapa.

Por aquel entonces, Ale y ella ya no eran amigas. Pasaron los tiempos de los manguitos en forma de unicornio: ya no compartían un batido de fresa en la esquina más recóndita del patio del colegio, sino que Ale se marchó a una universidad de campus reverdecido mediante aspersores y jardineros subcontratados, mientras que Anna llevaba tres años trabajando en la heladería a la que los padres de Ale la habían llevado tantos domingos de verano. Por qué no estudias algo, insistía Ale, y Anna sonreía, aún con la boca abierta, y le explicaba lo útil del trabajo y de tener con qué salir los sábados a bailar. Pronunciaba la palabra independencia como quien cometía un acto de fe. Ale se demostraba atea, pero no decía nada, y entre aquellos silencios empezó a forjarse la distancia. Entonces llegó el mapa.

Se encontraba en una guía de viajes que alguien se olvidó en la heladería. Habían dejado sola a Anna para que cerrase. Lo recuerda a la perfección: fuera lloviznaba, por lo que habían tenido una tarde tranquila. Anna arrastraba la escoba a través de las losetas del establecimiento y, de pronto, lo vio. Un volumen plastificado con un montón de páginas dobladas por una esquina. No sabe muy bien en qué estaba pensando, tan solo siguió un impulso. Miró su alrededor una vez más para asegurarse de que no había nadie y deslizó la guía en su mochila. Aquel fue su primer robo.

Y es que, de verdad, tal vez si aquella noche, que para Anna fue la Noche Cero, la Génesis Absoluta, hubiera dejado de llover, quizá Ale no se hubiera guarecido en aquel pub de cócteles de diseño en el que se sacó aquellas fotos, oh, aquellas fotos con filtro Reyes, que aparecieron ante las ojeras de Anna catapultados por el algoritmo de las viejas amistades. Y quién sabe si, entonces, Anna no se habría encontrado justo en la página que hablaba de aquel pub catalogado como chic y exclusivo. Incluso es posible que no hubiera comparado una y otra vez las fotos de Ale con las de la guía. Una y otra vez confirmando que la sombra de ojos de su examiga y las manos de su examiga, y, sobre todo, el blanco de los dientes ordenados de su examiga, encajaban perfectamente entre las personas chic y exclusivas de la guía. Podríamos imaginar que, si Ale hubiera sentido el apremio de escribir a Anna justo en ese momento para invitarla a unirse a la fiesta, esta hubiera hecho algo impropio de ella y hubiera aceptado, empujada por la contemplación de algo que aún no sabía nombrar.

En cambio, aquella noche Ale besó a una a una alemana de Erasmus y Anna agotó la batería de su móvil revisando el feed de su examiga y comparándolo con el listado de lugares a aesthetic, vintage, organic y, ante todo, exclusivos. Vio aparecer un sello que certificaba cada imagen de Ale como exclusiva, exclusiva, exclusiva. Por primera vez en su vida, del abdomen de Anna emergió un veredicto: soy la cerbatana que se empeña en ser una pajita.

Poco después comenzaron el resto de los robos. Anna recorría la ciudad en sus escasos ratos libres y, poco a poco, tachaba nombres de la guía. Nunca consumía nada, solo entraba en los locales al modo en que una turista deambula por un monumento: observaba los techos, las formas surrealistas de las sillas, visitaba los baños y se sacaba fotos en el espejo. Y se llevaba algo, pudiendo algo ser una cucharilla usada, un sobre de azúcar, una planta decorativa, una foto enmarcada de un famoso que la había autografiado, un rollo de papel higiénico, un cartel de Reservado el derecho de admisión, un vaso biodegradable para café take away, una sombrilla hawaiana de una piña colada a punto de ser servida, una servilleta con restos de pintalabios.

La guía contenía 236 puntos indispensables a visitar. Podría parecer inverosímil tanto que nunca hubiera entrado antes a ninguno de ellos como que nadie la descubriera durante ninguno de los robos, pero así fue. Poco a poco, redecoró su habitación con aquellos botines. Tapó el moho del techo, sustituyó las fotos de infancia en las que aparecía con Ale y ocultó los desperfectos de los muebles. Dejó que lo chic y lo a aesthetic recubriera su cueva como una enredadera.

Sin embargo, aquella solo era la primera parte del plan. Conocer de cerca al enemigo es una táctica tan vieja como los mitos de los que no se guardan registro. Aquello, pensaba Anna, equivalía a su etapa universitaria, y tras la teoría llega la práctica. Reinventó su CV, su aspecto, su ropa y sus gestos y pronto consiguió un puesto en alguno de los 236 puntos esenciales de la guía. Fue en una bombonería en la que abusaban de las limaduras doradas y el pistacho. No duró mucho. Antes de que pudiera poner en marcha la fase tres de su plan, algo que se le pasaba por alto (quizá una brizna del olor rancio de su armario, quizá solo una mancha en la solapa de su camisa) la revelaba como lo que era: una intrusa.

Puesto de trabajo tras puesto de trabajo, el ritual se repetía. Conseguía y superaba entrevistas para que al par de meses la desplazaran por alguien más risueño y con una mejor rutina de skin care. No logró permanecer hasta el decimotercer puesto. Y, sí, lo estáis adivinando. Fue en la panadería más cara del barrio de moda. Tras casi un año allí regresó a la Noche Cero, la Génesis Absoluta, cuando por fin le confiaron las llaves para que se encargara del cierre. Fue mucho más difícil que la dejasen sola. Siempre había algún compañero que imponía su solidaridad, recogiendo el friegaplatos u organizando pedidos. Anna tuvo que esperar semanas para el triunfo final.

Podría parecer un artificio literario, el remarcar que la noche en Anna por fin se quedó sola también llovía; sin embargo, es la verdad. Parecía que la humanidad entera se hubiera escondido. Anna supo que aquella sería su única oportunidad.

Y, si tan solo los periódicos hubieran interpretado aquella noche como un ruego de las tripas del mundo, quizá la espina se hubiera desprendido del ombligo de Anna como un copo de nieve deshaciéndose en alguno de los charcos que pisó de camino a casa. O, si tal vez la calle hubiera ardido entre hogueras que desafiaran el clima, mil voces se habrían levantado desde las casas circundantes en un canto paliativo. Pero no. Los vecinos durmieron como si nada y cuando, al día siguiente, un grito derribó tres ice lattes sobre el estampado de amapolas de una muchacha que se acababa de hacer la queratina, apenas tres personas se volvieron. Y ninguna de ellas era Anna.

El motivo del grito se encontraba en el horno principal del obrador con paredes de cristal, ese tan cuqui enmarcado con piedra falsa y pintura beige, ese al que se asomaban decenas de real fooders cada día mientras esperaban su pedido y comentaban la calidad de sitios como ese. Allí, entre los restos de harina, una de las reposteras del turno de mañana se encontró con la última fase del plan.

Un feto raquítico se había descongelado sobre la tercera bandeja y flotaba sobre un charco sanguinolento. Su cuerpo se reflejaba sobre la superficie metálica, dándole un aspecto de bebé ahogado en la orilla del país al que huía su madre.

La panadería cerró durante una semana. Por culpa de una señora de la limpieza demasiado aplicada, las investigaciones policiales nunca encontraron el reguero de gotas que conducía del horno a la cámara frigorífica donde, sobre las bolsas de levadura madre, descansada una nota escrita a mano: Siempre estuvimos aquí.

Pasarían meses hasta que alguien la rescatara de debajo de las nuevas bolsas de levadura madre de repuesto, acumuladas con un optimismo tipo ojalá-la-noticia-del-feto-en-el-horno-no afecte-a-la-afluencia-de-clientela. Fue, de hecho, la mujer que ocupó el puesto de Anna, una vez su ausencia confirmó que esta no iba volver. La mujer extrajo la nota quebradiza y recubierta de escarcha y la dejó sobre la encimera en la que repasaban cuentas y ajustaban la caja. Al igual que el feto al descongelarse, la escarcha se transformó en humedad, emborronando el mensaje, por lo que cuando la mujer, inepta en temas como mapas y cazas del tesoro, recordó el papel que había dejado, este rezaba: si tuvimos.

Y la mujer, filóloga en proceso de sacarse las oposiciones de profesorado de lengua, solo pensó en lo molesto de que aquel condicional estuviera incompleto.

En cuanto a qué fue de Anna, podríamos imaginarla libre por fin, corriendo a través de un campo donde las espigas acariciaran sus muslos como lenguas o, tras reconocerse incapaz de encontrar calma más allá de la vergüenza, dando vueltas en la habitación 236 de un motel de carretera, colgada de un ventilador por el cuello. Pero la realidad es mucho más simple: continúa viviendo en la misma habitación enmohecida junto a sus botines acumulados. Sabe que nadie la localizará jamás.

A veces, se detiene ante el espejo de marco barroco que robó en una discoteca y observa la cicatriz que le baja desde el ombligo, como si una espina se hubiese arrastrado con insistencia hacia su pubis. Después examina sus manos y sentencia que estas disimulan muy bien el cambio. Ya no sueña con rajar el vientre de un ciervo.

Con algo que podría ser tanto pintalabios como sangre, ha escrito un mensaje sobre la superficie reflectante del espejo, un guiño a un juego que a Ale y a ella les encantaba de pequeñas: una decía una frase y la otra la repetía y añadía una nueva, generando entre ambas una historia que nunca sabían hacia dónde se encaminaba. Pero el azar no resulta ni tan impresionante ni tan familiar en la vida cotidiana. Es más mecánico. Causa-efecto: cuando Ale se fue de su vida, Anna aprendió a jugar sola.

El mensaje reza: Siempre estuvimos aquí, pero nuestros hijos ya no os servirán.

Con las letras tapando a trozos su rostro, Anna coloca un barreño frente al espejo y reinicia el proceso: se corta y se tiñe el cabello, se pinta pecas con un pincel milimétrico, se prueba un par de modelos de gafas sin graduar hasta que da con la adecuada. Entonces, arranca la hoja de la guía en la que aparece la panadería más cara y más cuqui del barrio de moda y la esconde bajo su almohada. Tan solo le quedan 235 puntos esenciales en su plan.