I racconti del Premio Energheia Europa

Resurrección_Marc Cerrudo, Terrassa(Barcelona).

Ganador_Premio Energheia Espana 2014.

spera 2Los delirios de grandeza no son más que planes de futuro. Esta frase impresa en un enorme póster decoraba el comedor de Adolfo Romerales, el cincuentón soltero del tercero B. Y los planes de Adolfo se empezaron a concretar cuando fue elegido por mayoría aplastante como nuevo presidente de escalera del número dieciséis de la calle Resurrección.

Llevaba ya dos años viviendo en el edificio, pero con el sistema de presidencia rotativa aún no le había tocado ser presidente. Tres pisos con dos puertas en cada rellano, un total de seis vecinos que se turnaban para presidir la comunidad de forma semestral. Primero A, primero B, segundo B y tercero A. Esos habían sido los presidente desde que Adolfo había llegado a la calle Resurrección. Todos ellos unos políticos inútiles y sin carisma, según él. Por eso mismo, ante el inminente cambio de presidente, decidió presentarse voluntariamente al cargo. A pesar de qué nadie decidió hacerle frente y presentar otra candidatura, Adolfo creyó imprescindible realizar una campaña electoral. Sentía el deber moral de mostrar a sus vecinos su programa y ganarse así la legitimidad del pueblo para empezar el mandato con buen pie. Y con el potente, aunque largo, eslogan “Por una comunidad donde en el ascensor no sólo se hable del tiempo”, Adolfo empezó una campaña que no dejaría a nadie indiferente.

Las pancartas colgadas por todo el edificio con la cara de Adolfo fueron lo primero que incomodó a sus vecinos. Esa media papada, el bigote descolorido y una sonrisa maquiavélica no es lo primero que uno desea ver a las ocho de la mañana cuando sale de casa para trabajar. A esto lo siguieron los mítines en el ascensor. No había hora del día en que se llamara al ascensor y al abrirse las compuertas no se encontrara a Adolfo enumerando emocionado las ventajas que supondría colocar unas placas solares en la terraza comunitaria o sus planes para acabar de una vez con todas con la propaganda comercial. El colmo llegó con la grabación de un Adolfo enfervorizado cantando el himno (inventado por él, por supuesto) de la comunidad, que cada día ponía a todo volumen cinco veces en el radiocasete de su comedor. En el barrio empezó a conocerse el dieciséis de la calle Resurrección como el minarete del chiflado del tercero.

Ante tal avalancha de voluntad y esfuerzo por parte de Adolfo para ganar unas elecciones que ya tenía ganadas, la comunidad acordó celebrar los comicios de forma inmediata para evitar así seguir con esa tortura. Adolfo no lo reconoció pero no le gustó esa decisión, aún no había sacado sus armas electorales más potentes a relucir; de hecho estaba ultimando un informe difamatorio contra la señora Linares, la octogenaria del primero A que vivía sola con cuatro gatos, que debía ser el golpe magistral que lo aupara definitivamente en ese sinsentido de carrera electoral. Luciendo su mejor traje, corbata bien ajustada y zapatos recién lustrados con betún, Adolfo se fue a la cama ya vestido la noche anterior a la elección.

A pesar de que la victoria estaba asegurada, a Adolfo le sudaban tanto las manos que tuvo que cambiar la papeleta de su voto hasta en dos ocasiones porque la tinta se había corrido. Tras el escrutinio, los números hablaron por sí solos: cinco votos a favor de Adolfo Romerales del tercero B y un voto nulo, aunque Adolfo finalmente convenció a todos que “El puto pesado de Romerales” era, aunque descortés, un voto para él al fin y al cabo. Con un cien por cien de los votos a su favor, Adolfo Romerales había alcanzado su sueño, la presidencia de la escalera era suya. Su discurso, con esa misma espontaneidad falsa de los Oscar, estuvo a la altura del momento.

—Queridos convecinos, estimados amigos, apreciados y fieles lacayos ­—todos empezaron a lamentar su voto—. Sin lugar a dudas hoy es el mejor día de mi vida. Por fin estoy al frente de un proyecto con aspiraciones a convertirse en algo grande para todos, algo que ponga al dieciséis de la calle Resurrección en el mapa. Llevamos años ocultos bajo la sombra del catorce y el dieciocho, que creen que por tener más pisos pueden permitirse humillarnos sin piedad. Pero nosotros somos mejores, superiores moralmente, tenemos la divina providencia de nuestro lado. Se acabaron los días del apocamiento y las lágrimas, con Adolfo Romerales se inicia la época de oro de esta comunidad y la derrota sin paliativos de todos aquellos que osen hacernos frente.

—Disculpa, Adolfo ­—le cortó el padre de familia del tercero A—, quizás estás llevando esto demasiado lejos. No es necesario tanta vehemencia, hombre.

—No dirás lo mismo cuando tu hija te venga llorando porque las ratas del catorce se han reído de ella porque su piscina es más grande que la nuestra. O cuando tu mujer le haga ojitos al maldito José Estella, presidente del dieciocho, porque es presidente de un edificio de diez plantas. Entonces acudirás a mí para que solucione tus problemas. Pero aunque hayas dudado, yo, cómo tu líder que soy, te salvaré —no sería posible decir si desprendían más locura los ojos de Adolfo o miedo los de sus vecinos—. Pero para el éxito de puertas afuera primero hay que alcanzar el éxito de puertas adentro. Por eso mismo anuncio que ayer mismo renuncié a mi empleo como guardia de seguridad nocturno en los grandes almacenes de la avenida Pío XI para dedicarme en exclusiva a la comunidad. El cambio ha llegado, Adolfo Romerales está aquí.

Sorpresivamente los primeros días de mandato de Adolfo fueron tranquilos, sin sobresaltos. Se le veía tranquilo, sonreía a todo el mundo, se mostraba afable e incluso parecía una persona normal. Pero no era más que un espejismo. La primera decisión tomada por Adolfo sin el consentimiento de sus vecinos fue la de cambiar el felpudo de todas las puertas. Sin previo aviso, colocó en todo los pisos un felpudo de color verde neón con un dieciséis y un emoticono sonriente con la lengua fuera. Ante las quejas Adolfo se limitó a decir que lo había hecho para armonizar la comunidad con un toque de alegría y desenfado, aunque no llegó a explicar por qué había pegado los felpudos al suelo con cola industrial extra fuerte. Resignados, los vecinos decidieron que lo mejor era dejarle en paz a ver si él solito se cansaba. Craso error.

Tres días después, un enjambre de electricistas y técnicos especializados en cámaras de seguridad invadía el edificio. Alarmados, los vecinos fueron al tercero B a pedir explicaciones. Adolfo explicó que estaba instalando cámaras de seguridad en los rellanos de todos los pisos, así como en la puerta del edificio y la piscina de la terraza comunitaria; además, ya que estaban puestos, había decidido cambiar el insulso ding dong de los timbres por las primeras notas de La cabalgata de las Valkirias, de Wagner. Lo dijo con tal naturalidad y seguridad que los vecinos no supieron replicar. “Y ahora, si me disculpáis, os dejo que vienen a instalar en mi comedor los monitores de control de las cámaras de seguridad”, zanjó Adolfo antes de cerrar la puerta. Llamaron al timbre de nuevo; sonó Wagner pero ya nadie les abrió.

Ante la creciente actitud autoritaria de Adolfo los vecinos reaccionaron de formas distintas. El viudo del primero B, militar retirado con un ojo de cristal, se sentía cómodo con alguien velando por su seguridad. El padre de familia que vivía enfrente de Adolfo, que primero se había mostrado reacio a sus excentricidades, lo miraba con mejores ojos desde que su hija le había contado llorando que Manolito, el niño gordo y repelente del edifico de al lado, se había reído de ella porque su piscina era pequeña. Los inquilinos del segundo piso, un matrimonio de mediana edad sin hijos en el A y tres informáticos que compartían el B, no le llevaban la contraria por puro miedo, simplemente se dejaban arrastrar por la corriente esperando no ahogarse. Quién más combativa y contraria a las decisiones de Adolfo se mostraba fue desde el primer momento la señora Linares, que exteriorizaba toda la rabia que sentía contra él sermoneando a sus gatos.

Adolfo supo de esas disensiones a través del exmilitar viudo, que vivía enfrente de la señora Linares y la escuchaba blasfemar contra el presidente todas las tardes. No podía permitir mostrarse débil ante la primera crisis de escalera, debía contraatacar para demostrar a todos quién mandaba en el edificio. Y atacó donde más le dolía a la señora Linares. Mandó una circular a todo el mundo informando que quedaban terminantemente prohibidos desde ese momento los animales de compañía en el edificio, e instaba a la señora Linares a deshacerse de sus gatos cuanto antes. Hecha una furia, la octogenaria subió en ascensor hasta el tercer piso bajo la fría mirada de una cámara de seguridad.

El exmilitar del ojo de cristal se había convertido ya en la mano derecha de Adolfo. De hecho, pasaba gran parte del día en su casa, pues Adolfo le había encomendado las tareas de control de las pantallas que transmitían las imágenes registradas por las cámaras de seguridad. Fue él quien avisó al presidente de la inminente llegada de la señora Linares. Adolfo abrió la puerta de su casa y esperó sentado en su butaca la llegada de la señora Linares.

—¿Cómo se atreve usted a mandar esa carta? ¿Quién se cree que es para obligarme a deshacerme de mis gatitos? —gritó la señora mientras cruzaba la puerta.

—Tranquilícese señora Linares, lo hago todo por el bien de la comunidad. No es sano tener a esos sacos de enfermedades dando vueltas por el edificio.

—¡Demonio! ¡Es usted el demonio! ¡Nunca, jamás, abandonaré a Mimi, Nono, Cucu y Tata! ¡En la vida! —saltó la señora Linares antes de escupir en el suelo y marcharse.

—Usted lo ha querido —dijo entre dientes Adolfo mientras las puertas del ascensor se cerraban.

Un grito atronador, increíblemente potente para una mujer más cercana a los noventa años que a los ochenta, despertó a todos los vecinos la mañana siguiente. “¡Cucuuuuuuu!”. Presas de la curiosidad, todos se dirigieron al primero A a excepción de Adolfo. Horrorizados contemplaron como en el felpudo verde neón de la señora Linares, encima del emoticono, había la cabeza cortada de un gato con la lengua fuera. Mientras uno de los informáticos se mareaba y la señora Linares lloraba desconsoladamente, Adolfo borraba parsimoniosamente las cintas de vídeo de las cámaras de seguridad de las últimas veinticuatro horas.

Los siguientes días se olía la victoria de Adolfo por todo el edificio. La señora Linares no salía de casa y había mandado a Mimi, Nono y Tata a una protectora de animales. Por su parte, el padre de familia del tercero A estaba intranquilo tras haber visto desde el balcón como su mujer hablaba en el portal relajadamente con  José Estella, presidente del dieciocho. El matrimonio del segundo A y los informáticos, sin saber bien por qué, habían empezado a dirigirse a Adolfo como señor Romerales cada vez que se lo encontraban. La autoridad del presidente lo invadía todo.

El control total del edificio se hizo efectivo las siguientes semanas. Una enorme bandera con la cara de Adolfo ondeaba en la terraza comunitaria; la piscina de dicha terraza estaba restringida de tal modo que si Adolfo quería hacer uso de ella nadie más podía entrar en el agua; argumentando que “es lo mejor para la comunidad” logró meter a los tres informáticos y al matrimonio sin hijos en la casa de la señora Linares, convirtiendo así el segundo piso en una base de operaciones donde maquinar sus planes; los discursos a voces sobre la magnificencia del dieciséis de la calle Resurrección sonaban todo el día en cinco altavoces colocados estratégicamente por todo el edificio; un cartero comercial pasó veinte horas amordazado y encerrado en el cuarto de contadores tras haber osado desobedecer el cartelito de “Publicidad aquí no”; el ascensor fue modificado para dirigirse siempre al tercer piso independientemente del botón que se apretase; se decretó toque de queda a las once de la noche; a todos los familiares y amigos que visitaban a los vecinos del dieciséis se les obligaba a vestir un brazalete que les identificara como visitantes esporádicos o “los otros”, tal y como Adolfo empezó a referirse a todo aquel que no vivía en su edificio.

Tal que así, Adolfo reunió a sus hombres de mayor confianza, el viudo y el padre de familia, para exponerles el que sería el plan que daría comienzo a la expansión de la comunidad más allá del número dieciséis.

—Señores, se avecinan tiempos de conflicto ­—Adolfo llevaba una cápsula de Nespresso chafada en el pecho a modo de condecoración militar—, y debemos golpear sino queremos ser golpeados. Hoy, queridos, invadiremos el dieciocho y haremos morder el polvo a ese bastardo que es José Estella, su presidente y origen de todos nuestros males.

Ansioso por entrar en acción, el exmilitar se ausentó dos minutos para ir a su piso y al volver llevaba consigo una escopeta de caza. Adolfo, que desde antes de ser elegido presidente esperaba este día, sacó de un cajón el revolver que usaba cuando era vigilante de seguridad de los grandes almacenes de la avenida Pío XI y que no había devuelto al dimitir. El padre de familia se asustó efímeramente, pero la ira le carcomió al recordar a su mujer hablando demasiado amigablemente con José Estella en la calle.

He aquí un salto temporal en la línea narrativa de esta historia, pues los sucesos acaecidos en el asalto al dieciocho de la calle Resurrección fueron demasiado esperpénticos para ser relatados. Sin embargo el lector puede hacerse una idea de lo sucedido con la descripción exacta del panorama que nos encontramos al reprender la narración de la historia de Adolfo Romerales. Una decena de coches de policía cercando el dieciséis de la calle Resurrección, con no menos de treinta agentes a la espera de órdenes. Decenas de curiosos agolpados en la calle Resurrección. Un médico forense certificando la muerte de José Estella tras tres tiros a quemarropa del padre de familia del tercero A, que mientras se entrega a la policía llorando gime: “Su piscina era más grande… y tiene diez pisos… y no podía perder a mi mujer… lo he hecho por ella”. Dos camiones de bomberos intentado sofocar el incendio provocado por Adolfo Romerales en el edificio que pretendía invadir, pues al ver frustrada su conquista por la inesperada reacción de su vecino del tercero lo quemó musitando “para mí o para nadie” histéricamente. Un ojo de cristal en el fondo de la piscina del dieciséis y un exmilitar flotando inerte en ella, abatido tras abrir fuego contra la policía para evitar que atraparan a su amado líder. Una octogenaria señalando el tercer piso y gritando a la policía que el hombre allí escondido mató a su Cucu. En el tercero B del dieciséis de la calle Resurrección, Adolfo Romerales está sentado tranquilamente en su butaca, observando por las cámaras de seguridad como el fin de su imperio se acerca.

Los delirios de grandeza no son más que planes de futuro, lee en el póster de su comedor Adolfo. Ruido de helicóptero. Juega con el gatillo de su revólver y se pregunta qué ha fallado. Observa por los monitores como fuerzas especiales de asalto echan abajo la puerta del edifico y empiezan a subir las escaleras. Adolfo sale al rellano. Aprieta el timbre de su casa. Suena La cabalgata de las Valkirias mientras el sonido hueco de un disparo anuncia un suicidio en la calle Resurrección.