Atti degli incontri di Energheia

Europa, cueste lo cueste, Santiago Eraso

MATERA, SEPTIEMBRE 2018

Muchas gracias, en primer lugar, a todas las personas presentes que han tenido el ánimo y la disposición de asistir a este acto un domingo por la tarde. También a los responsables de la organización de la Asociación Cultural Energheia y, como no, a Ion de la Riva de la Embajada de España en Roma por proponerme para participar en esta mesa redonda. Siento mucho no poder compartir esta mesa con el profesor Giacomo Marramao, al que tuve el honor de conocer en Arteleku en el año 1997 cuando, siendo yo director de aquella institución, nuestro amigo común el profesor Francisco Jarauta le invitó a participar en el VI Seminario Internacional de Análisis de Tendencias. Hace 21 años.

Entiendo que mi presencia aquí se debe, sobre todo, precisamente, a la experiencia que, dirigiendo aquel singular Centro de Arte y Cultura Contemporánea o las aportaciones de otros proyectos en los me he implicado activamente, como arteypensamiento de la Universidad Internacional de Andalucía. Y seguramente también porque, con aquellos saberes y otros conocimientos redacté (mos) el proyecto cultural ganador de la Capital Europea de la Cultura 2016 de Donostia/San Sebastián que precisamente pensó la educación y la cultura como dos herramientas fundamentales para cohesionar Europa y combatir la violencia y todo tipo de autoritarismos (en aquellos años la banda armada ETA todavía seguía infringiendo dolor a víctimas inocentes).

Por tanto, inicio mi intervención reconociéndome deudor de toda la inteligencia colectiva que a lo largo de mi vida ha constituido mi vida. Entre siglos, entre tiempos atravesados por la enésima crisis europea –no en vano la cumbre antiglobalización de Génova del 2001 y la muerte del joven militante Carlo Giulani (al que rindo un sentido homenaje) marcó un antes y un después de nuestro reciente devenir político- pude conocer, escuchar, leer y, en muchos casos admirar, a muchos pensadores italianos como el propio Marramao –lamentablemente, la mayoría hombres (esta condición patriarcal forma parte del pensamiento europea y deberíamos ir corrigiéndola reconociendo otras voces que escapen a esa condición masculina del orden intelectual). Primero fueron Agamben, Bodei, Cacciari, Dal Co, Dorfles, Guidieri, Perniola, Vattimo, más tarde Franco Berardi “Bifo”, Maurizio Lazaratto, Sandro Mezzadra, Toni Negri o Paolo Virno. Nada tampoco sería igual, ni mucho menos, sin las lecturas de Silvia Federecci, Teresa de Lauretis o Rosi Braidotti en cuyo último libro Por una política afirmativa: itinerarios éticos colabora con la profesora Angela Balzano de la Universidad de Bolonia. Y otros muchos que tampoco he conocido personalmente, pero en los que también me reconozco como Norberto Bobbio, Marisa Madieri o Claudio Magris cuyos libros ocupan lugares preferenciales en mi biblioteca personal.

Al fin y al cabo, como dice una buena amiga la mejor manera de ejercer mi profesión de gestor cultural ha sido siempre mediando inteligencias, conectando saberes, repensando y reescribiendo a partir de ellos. A falta de biografía académica, siempre me he considerado un re/citador, una especie de copista o en el mejor sentido de la palabra un hacker o mejor, incluso, una costurera (o viceversa, una hacker o un costurero).

Desde que, con apenas diecisiete años, en un viaje de estudio a Italia, vi en un cine romano, la entonces recién estrenada Satyricon de Fellini o Zabriski Point de Antonioni, mi relación con este país ha tenido una fuerte vinculación sentimental y política. Unos años después de aquel viaje iniciático, regresé en uno de mis primeros desplazamientos profesionales para conocer experiencias de gestión cultural pública en aquellas Bolonia y Turín gobernadas entonces por el PCI. Las referencias de aquellos centros cívicos, entonces, fueron muy importantes en mi trabajo como gestor cultural. Desde entonces regreso una y otra vez a Italia, con el lamento de amar su lengua y, por mi torpeza idiomática, no poder hablarla como Vds. se merecerían, así que vaya mi disculpa por delante. De hecho, ahora espero hacerlo más a menudo y mejorar mi relación con el idioma, tras mi reciente nombramiento como Patrono de la Academia de España en Roma.

He de reconocer -y por si alguien se pudiera sentir ofendido pido disculpas por adelantado por el posible atrevimiento- que en los últimos años Italia, en concreto, y Europa por extensión, me tiene desconcertada y más ahora que personajes como Mateo Salvini, el actual vicepresidente del gobierno y ministro del interior –con el apoyo del Movimiento Estrellas- se ha convertido en una de las caras de esas naciones y de esa Europa que olvidan su pasado y se erigen en fortín amurallado y reducto identitario. Sin ningún reparo, se deja fotografiar con Trump, alaba a Putin, abraza a Orbán –con quien se reunió a finales de agosto en Milán–, participa en mítines con Marine Le Pen y Geert Wilders y sella alianzas con el exconsejero de Trump, Steve Bannon, en el marco de The Movement, la nueva plataforma para una alianza de la extrema derecha que éste ha creado de cara a las Europeas de la próxima primavera.

De hecho, empecé a escribir esta conferencia los mismos días de Junio en los que, con un discurso que enfatizaba posturas antiglobalización, nativistas y proteccionistas, el líder de La Liga Norte negara la entrada y, en consecuencia, el desembarco de más de seiscientos emigrantes que pretendían alcanzar las costas europeas. Ahora pretende promover un censo de gitanos y, detrás de ellos, seguramente una larga lista de señalados por su política racista.

Contra esa forma de entender Europa, el profesor Marramao, en aquella conferencia que impartió en Arteleku, titulada “Globalización y conflicto de valores” en el marco de aquel seminario denominando Mundialización y periferias -cuando todavía el concepto globalización no había tenido el éxito recurrente que ahora tiene-, precisamente ya señalaba que el léxico esencial con el que en Occidente indicamos el poder se compone de dos elementos: violencia y perímetro, vitalidad y geometría, energía y topología; modos diferentes de conjugación de las dos coordenadas constitutivas de la autorreferencia: identidad y confines –límites- vitalidad y espacialidad, “alma” y “forma”. Y añadía, unas líneas más adelante, que después de la caída de los muros externos, de los contrafuertes estratégicos, han emergido los muros interiores, las fronteras portátiles, los tabiques invisibles desde los que se producen conflictos de conciencias o nuevas agrupaciones amigo-enemigo y emergen, como si de estratificaciones arcaicas y remotas profundidades de la historia se tratara, los inquietos fantasmas de antiguas hostilidades. Odios étnicos obstinados, irreducibles… La característica de nuestro presente, o más bien de lo que está-frente- a-nosotros –decía entonces- es definible en los términos de un cortocircuito de lo global y lo local; Así asistimos por todas partes al retorno de la comunidad, de la pequeña patria… la lógica multicultural, si se la abandona a la propia espontaneidad casi natural, termina por cristalizarse en un sistema de diferencias “blindadas” que, a pesar de la proclamada “política de la diferencia”, se comportan como una identidad de reducida dimensión: mónadas o isleños, autoconsistencias interesadas exclusivamente en trazar confines netos de no-injerencia.

Para el profesor Marramao, colocarse de verdad bajo el signo de la diferencia significa dar un paso mucho más radical: asumir positivamente las ideas de límite y contingencia. El encuentro con la alteridad radical puede, mientras tanto, producir así una confrontación de efectivas experiencias, solo en cuanto que cada identidad “se sabe” contingente; es decir, comprende que ella podría también no ser o ser del todo “de otra manera”. Al fin y al cabo como nos recuerda Homi K. Bhabha en su excelente El lugar de la cultura al otro lado de los fervores patrióticos hay abrumadoras pruebas de un sentido mas ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽abrumadoras pruebas de un sentido mediterritualemente ás “trasnacional” y “traduccional” de la hibridez en las comunidades. (Aprovecho para dar las gracias a Patricia Almárciegui, sobresaliente traductora de aquel texto y, por supuesto a Mery quien lo hace ahora con mis palabras y a la profesión en general, fundamental para reconducir nuestras lenguas a espacios de relación comprensibles y, por tanto, dialógicos. Tal vez como la misma organización del premio Energheia propone para un futuro proyecto en el marco de las actividades de Matera 2019 Capital Europea de la Cultura,“la traducción” sea sustancial al futuro de Europa)

Los conceptos de cultura e identidad son conceptos estrechamente interrelacionados e indisociables. Edward Said en Cultura, identidad e historia nos recuerda que todos nosotros pertenecemos, en mayor o menor medida y sin excepción, a algún tipo de comunidad y estamos relacionados, de alguna manera, con un contexto social; y que, en consecuencia, nuestra personalidad está conformada por determinadas costumbres y formas de entender la vida. Sin embargo, añade que aunque la pertenencia a una comunidad, nación o Estado sea un valor inestimable al que debemos contribuir, la lealtad hacia el grupo o la colectividad no puede llegar tan lejos como para anular nuestro sentido crítico.

Todos los seres humanos, sin excepción alguna, somos únicos e irremplazables, pero poseemos también una manera de ser compuesta. Una persona está constituida por infinidad de elementos. Por tanto, también somos seres complejos. Aunque en todo momento hay una determinada jerarquía de valores personales y colectivos, éstos no son inmutables y cambian con el tiempo. La identidad no nos viene dada de una vez por todas; se va construyendo y transformando a lo largo de toda nuestra existencia. En consecuencia, lo que determina que una persona pertenezca a un grupo es esencialmente la influencia de los demás.

En este sentido, a la vista de los trágicos acontecimientos ocurridos una vez más en los meses de verano en la frontera sur de nuestro – y de ellos- mar Mediterráneo, en una trilogía sobre le emigración y la cultura que he publicado estos tres últimos meses, en versión más breve en el Diario Vasco y, algo más larga, en mi blog, precisamente señalo que, al lado de las posiciones defensivas, afortunadamente en las últimas décadas se está produciendo una crítica profunda a los postulados eurocentristas y proteccionistas, a la vez que a las dinamicas ﷽﷽﷽ la vez que a las din -lcuando iscurso l desembarco . ámicas depredadoras de la economía neoliberal. Como sabéis, en general, el rechazo al extranjero suele apoyarse en argumentos “culturales”, casi nunca en razonamientos ponderados sobre las verdaderas razones de su discriminación social y económica (un marxista diría, análisis de clase). Las reflexiones y las prácticas consecuentes de los movimientos ecologistas, indigenistas, feministas o anticapitalistas están poniendo en el centro del debate la importancia de una cultura viva para todos los pueblos, capaz de conciliar el particularismo y el universalismo, al lado de la emancipación y la vida digna de todas las personas.

En las últimas páginas de su brillante La bárbara Europa. Una mirada desde el postcolonialismo y la descolonidad, Montserrat Galceran, catedrática emérita de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, termina su libro reclamando unos movimientos sociales con carácter mixto y mestizo, donde se mezclen personas procedentes de entornos diversos, con culturas distintas pero con el objetivo de construir entre tod+s una sociedad en la que la lucha por la vida no nos enfrente a unos contra otras, sino que, independientemente del origen, lengua, cultura o género, nos permita defender nuestros derechos frente a aquellos que pretenden hacer de la satisfacción de las necesidades vitales un negocio para sus bolsillos. Un mundo interrelacionado en el que las exigencias de justicia y reparación se hagan oír en muy diversos contextos, en el marco de una lucha por la justicia global. Parafraseando a Wendy Brown en Pueblo sin atributos la idea de que otro mundo es posible corre en paralelo a la esperanza en las capacidades humanas para gestar un orden decente y sostenible para poder vivir juntos, sin olvidarnos que muchas personas tienen también historias particulares ligadas a las formas de exclusión del colonialismo europeo, historias que en gran parte desconocemos y, por tanto, debemos respetar y reconocer.

En las primeras páginas de Pasar, cueste lo que cueste, George Didi-Huberman nos presenta a la poetisa Niki Giannari como la más clandestina de las escritoras griegas actuales. Nacida en 1968 en el Peloponeso, en la actualidad vive en Tesalónica, donde colabora con el Dispensario Social de Solidaridad que auxilia a los desposeídos de toda clase, a los gitanos, a los refugiados, a los sin papeles, a los sin techo. Algunos fragmentos de sus poemas acompañan las imágenes del documental Unos espectros recorren Europa, realizada en el año 2016 junto a Maria Kourkouta. La película nos describe la vida en el campo de refugiados de Idomeni, donde también se ubica la primera estación de ferrocarriles de la frontera greco-macedonia. Aquel año llegaron a apiñarse más de trece mil personas, tras huir de Siria, Afganistán, Pakistán y otros países de Oriente Medio. Mientras los trenes de mercancías cruzaban sin obstáculos la frontera, ésta se cerraba para los seres humanos. Los capitales circulaban con libertad, las personas eran retenidas y encerradas. A su lado, aparecen los colectivos solidarios que trabajaban con ahínco para hacer posible una vida digna en aquel espacio de esperanzas traicionadas, vallado con sangrientas alambradas de púas.

Imágenes parecidas se producen casi todos los días a lo largo y ancho de la frontera sur mediterránea, desde Ceuta y Melilla o Algeciras, hasta Lesbos, pasando por Lampedusa y en los numerosos Centros de Internamiento (CIES) de nuestras ciudades, auténticos campos de concentración.

En las fisuras de esos muros “exteriores” levantados por el miedo para defender nuestro “interior”, el trabajo humanitario de las organizaciones sociales o la militancia heroica de miles de personas anónimas se convierte en el eco lejano de aquellos derechos humanos que un día Europa proclamó como base de la democracia y que ahora parecen ahogarse en las contradicciones de nuestra hipocresía cobarde y encerrarse en un nosotros defensivo y militarizado.

Mientras estas asociaciones interiorizan y hacen suya la dignidad de las migrantes y refugiados, los gobiernos externalizan las responsabilidades y se quitan de encima la obligación de garantizar los procedimientos democráticos para el asilo y la inmigración, sustituyéndolos por políticas cada vez más represivas y antidemocráticas. De “iure” se dice acoger, de “facto” se margina y se criminaliza, al considerar a esas poblaciones aterrorizadas como potenciales delincuentes, aprovechados oportunistas o eventuales terroristas, justificando de esta manera el gasto desorbitado para vigilancia de las fronteras, como lo ha descrito muy bien Claire Rodier en El negocio de la xenofobia.

Según declaraciones de esta jurista, fundadora de Migreurop, el presupuesto de la Agencia Europea de Control de Fronteras (Frontex) crece de forma exponencial a favor del gasto militar y en contra del humanitario. La presencia de todo tipo de dispositivos necropolíticos -la vida de unos tienen más valor que la de otros- es hoy más evidente que nunca. Cada vez se invierte menos en cooperación internacional y ayudas al desarrollo y más en defensa nacional y protección de fronteras, menos en garantizar los derechos o democratizar los sistemas de control y mucho más en políticas restrictivas.

Ante esta realidad, dudando sobre las proclamas al estado de derecho que Europa enarbola, la poetisa Giannari dice que exactamente ahí, en el punto de contacto y en las fricciones entre esos “espectros que recorren Europa” y las alambradas que impiden su paso, es donde se sitúa la auténtica materia de lo político y la sustancia constitutiva de la democracia; justo en ese punto de unión entre el deseo de pasar y la sanción de la frontera – no pasar- que lo impide, agitando Europa en toda su duración (historia) y extensión (territorio). La emigración y la inmigración, tanto interior como exterior, han configurado nuestras identidades, plurales y diversas. No debemos olvidar que en el sigo XIX y XX, hasta la conclusión de las grandes guerras, hubo sesenta millones de europeos que se instalaron en América, África o Australia. Por tanto, fue a mediados del siglo pasado, poco más de cincuenta años, cuando la trayectoria de las migraciones pasó de ser centrífuga a convertirse en centrípeta.

En la actualidad hay más de cincuenta millones de refugiados en el mundo, más de los que hubo en toda la historia. Como la gestión de sus tránsitos no se aborda internacionalmente de manera democrática, se ha convertido en una de las más aterradoras miserias -o uno de los más grandes crímenes- de nuestro tiempo. También, según El informe 2018 de ACNUR (la agencia de la ONU para refugiados), es uno de los grandes problemas de la Unión Europea. Aunque se haya pasado de un millón de personas en el 2015, tras la gran crisis de Siria, a poco más de 171.635 en el año pasado, muy lejana queda la retórica humanista de la solidaridad que tanto se escuchó desde que la fotografía del pequeño Aylan, ahogado en una playa de Turquía, estremeciera nuestras conciencias.

Michel Agier, uno de los grandes analistas de las migraciones masivas, advierte que las estimaciones actuales auguran mil millones de “personas desplazadas” en los próximos cuarenta años. El deseo de pasar la frontera, de atravesar los obstáculos alzados contra la libertad más elemental y la pobreza, de ponerse en movimiento para dar la espalda a la muerte es indestructible, escribe Niki Giannari: “nada puede vencerlo /ni el exilio, ni el encierro, ni la muerte”. Este deseo. Es soberano contra todas las soberanías. 

En definitiva, la cuestión de los refugiados y las emigrantes es una crisis política de las instituciones jurídicas de hospitalidad occidental, de la Europa “necrosada” –insiste la poetisa griega- que, al parecer, definitivamente ha enterrado su identidad acogedora en un batiburrillo mortífero de fantasías de persecución, retóricas de la invasión y miedo pánico a ser conquistado por el extranjero. 

En el mismo sentido se explica Rosi Braidotti en Por una política afirmativa. Itinerarios éticos: “En los momentos históricos en que se imponen las asfixiantes retóricas de la política de emergencia y se difunden pasiones negativas como el miedo, se hace sobremanera fácil instaurar un estado de crisis y guerra permanente. Entonces es cuando ha llegado el momento de repetir, con firmeza, que los blancos cuerpos no valen más que los de los emigrantes que Europa rechaza cínicamente”.

En definitiva, todos estos movimientos de migración –insiste Didi-Huberman al final del libro- tienen un nombre genérico: cultura, pero no la de las “producciones culturales” de “las bellas artes” o de los “ministerios de cultura”, sino la cultura en el sentido antropológico del término. A saber, lo que hace de los humanos esos seres capaces no solo de hablar, trabajar e inventar utensilios, incluso obras de arte, sino también de vivir en sociedad, imaginarse los unos a los otros. Cuando una sociedad comienza a confundir a su vecino con el enemigo, o bien al extranjero con el peligro, cuando funda instituciones para poner en acto confusiones paranoicas, entonces podemos decir, con toda lógica histórica, que está perdiendo su cultura, su propia capacidad de civilización. Volver de nuevo al debate dicotómico del europeo civilizador versus extranjero violento no ayudará a construir un mundo en que cada sujeto sea libre de moverse y de expresarse, garantizando sus derechos básicos y, por tanto, su libertad.

Y termino con una cita de Marina Garcés en “Un mundo común” se pregunta entonces ¿qué nos separa” y se responde: vivimos en un mundo en el que triunfan a la vez una privatización extrema de la existencia individual y un recrudecimiento de los enfrentamientos aparentemente culturales, articulados sobre la dualidad nosotros/ellos. El nosotros, dice Marina, ha perdido su fuerza emancipadora y abierta a lo colectiva, y paradójicamente ha reconquistado su fuerza de separación, de agregación defensiva y de confrontación. Así, el espacio del nosotros se nos ofrece hoy como un refugio o como una trinchera, pero no como un sujeto político colectivo emancipador.

Se trataría, por tanto, de pensar la construcción cultural e identitaria a partir de una la premisa de que vivimos juntos, porque más allá de la dualidad unión/separación, los cuerpos se continúan. Donde no llega mi mano, llega la del otro –colaboración- ; lo que no sabe mi cerebro lo sabe el otro – contribución /coyleft -; lo que no veo a mis espalda alguien lo percibe desde otro ángulo – cooperación- . Nuestra vida finita, entendida no como separación entre seres, sino como continuidad de individuos, es la base para otra concepción del nosotros, basada en la alianza y la solidaridad de los cuerpos singulares, sus lenguajes – el arte – y sus mentes –la creación en todos los terrenos de la vida.