I racconti del Premio Energheia Europa

El sombrero invisible, Marina Aguilar Salinas, Cadiz

Racconto finalista Premio Energheia Spagna 2017

I. El viejo o el saludo afectuoso

Un hombre entrado en años, viejo. Perteneciente a la ambigua pero inequívoca categoría de viejos adorables, que son aquellos que te saludan sin conocerte de nada con un sincero «Hola». Nadie (a menos que le pregunte y suponga que su respuesta no será falsa ni desacertada, lo cual es mucho suponer) sabrá nunca por qué. Puede ser porque crea que te conoce, lo cual es evidentemente falso. O porque te haya confundido con otra persona, con un tercero, lo cual peligra de solaparse con lo anterior. O porque, al contrario de estos dos motivos anteriores, saluda por el placer mismo de hacerlo. Esta tercera posibilidad puede guardar relación con que por algún casual le hayas caído bien, sin mediar palabra, lo que, en principio, puede sonar raro, pero ocurre con más frecuencia de lo que se piensa. No exactamente por exceso de prejuicios, sino más bien por simpatía. La simpatía y el prejuicio están a la vez reñidos y estrechamente ligados. No obstante, nos quedamos con la tercera y última opción, la de la simpatía. Digamos que ambos, tanto ésta como el prejuicio, forman parte de algo más general que se podría llamar afecto. El hombre viene desde el fondo umbroso del pasillo hacia la superficie del rellano, inundado de luz. Dicha luz está tintada de una coloración marrón clara un tanto naif, pero muy cálida, que dota al ambiente de una familiaridad y un carácter de acogimiento de lo más agradables. En su acto de pasar de la sombra a la luz, el hombre aparece dibujado, con maletín incorporado. También consta de un bigote al que aparece igualmente pegado a él. Este bigote se lo podría calificar de exento o ajeno, por el simple hecho de que aparece junto al hombre pero como algo separado de éste. Igual de separado que el maletín. Completando la visión, la figura lleva incorporado un sombrero invisible. Naturalmente, al no poder verse, este sombrero no existe en el mundo de las cosas que se ven. Pero no cabe duda, el hombre lo lleva puesto.
I. El objeto lámpara o la extrañeza de las cosas que el viejo debe usar de inmediato
La extrañeza que siente al circular entre el gentío no es para nada comparable a la que llega a manifestar cuando, una vez sentado en su silla junto a la larga mesa de estudio, y a punto de comenzar la clase que él mismo preside, mira primero furtivamente, luego con honesto asombro, la lamparita que hay allí mismo, sobre la mesa, junto a un micrófono que hay instalado en ella.
Todo aquel aparataje lo atrae y a la vez lo distrae del resto de asuntos que entrarían dentro de la categoría de “importantes en la vida de un profesor” en el momento exacto de impartir su clase, causando en él una zozobra que se exterioriza fácilmente. El público no tarda en ver su gesto compungido. Su clara desorientación se percibe a través de su rostro: las cuencas de sus ojos parecen querer vaciarse y su pupila está tan dilatada que estallaría de no ser por la exigencia de los alumnos, pasados unos minutos, de un poco de atención y conversación. Al fin y al cabo, él es el profesor y se entiende que todavía pertenecen a un paradigma de clases magistrales.
La lámpara queda inaugurada como el objeto más extraño de todos los que componen su mundo. Un puro summum. Para él, es un cachivache casi abismal. La mira dubitativo. Algo se interpone desde hace años en su relación con el mundo y ese utensilio ha tenido mucho que ver. En otras ocasiones no suele darse cuenta. Todo parece ir como la seda. Pero la visión de esa lámpara lo trastoca todo. A diferencia del sombrero, que no existe en el mundo de las cosas que se ven, la lámpara sí existe, pero causa un desasosiego mucho mayor que si acabara de aparecer de la mismísima nada. El hombre pierde su fuerza vital, como si estuviese en presencia de un ser mortífero. Aquella lámpara le impide actuar y casi también respirar. No obstante, en medio de toda la algarabía, nuestro hombre se incorpora dirigiendo su rostro hacia el auditorio y esboza, inesperadamente, una sonrisa enternecedora. Aquel momento, el de su sonrisa, no es el mismo que el otro, el momento de la lámpara, aunque le haya sucedido inmediatamente en el tiempo. El de la sonrisa conduce a la absoluta compenetración con el público. Su empatía roza lo extraordinario y todo ello por medio de gestos, de humanidad en el rostro, de sus arrugas y esos brillantes ojos azules que se desprenden de su cara inundando la habitación de destellos.
II. Moral o civilizado
La adorabilidad de nuestro hombre merece ser abordada una segunda vez, por lo menos. No sabemos cómo sería antes de ahora, pero su carácter no puede haber cambiado tanto. En todo caso, como suele ocurrir, sus rasgos se han acentuado con la edad. Podemos decir entonces que muy probablemente, este hombre era ya adorable cuando era más joven. Pero su vejez acentúa su inocencia, su alegría, la vaga nebulosa en la que parece instalado y, en definitiva, su suavidad y facilidad para estar-bien-con-todos-sin-distinción-de-su-edad-raza-clase-sexo-u-orientación-sexual-y-todo-lo-que-pone-en-la-carta-magna-pero-sin-necesidad-de-que-esté-por-escrito-ni-de-hacer-caso-de-ley-alguna-salvo-quizás-la-moral.
Es bien cierto que nadie, ni siquiera el más abyecto e inmoral de los seres, merece ser ignorado. Todos somos, hasta el mayor sacrílego, en cierto modo inocentes. El devenir de todas las cosas lo es, ¡cómo no vamos a serlo nosotros, que somos las hormiguitas del devenir! En todo caso, el hombre que nos ocupa no es ni abyecto ni inmoral. Aunque tampoco carece de la natural ambigüedad moral inherente al común de los mortales que, sin ser héroes ni totalmente libres de pecado, tampoco son grandes maníacos ni perversos sin cura. Nuestro hombre está moralmente en ese intermedio que caracteriza a la mitad de la población, si bien es cierto que su adorabilidad le da un plus que lo sube unas décimas por encima de algunos bienhechores. Sin embargo, esa adorabilidad corre el peligro de ser puramente estética.
III. La extrañeza de sí mismo o la confusión del objeto originario
Algunas veces, nuestro hombre, aquel anciano jovial de sombrero invisible, experimenta una angustia indescriptible, fruto de una certeza que se formula como sigue: “Yo existo”. Puede parecer ingenuo que ese “yo existo” le produzca tanta melancolía. Lo cierto es que no viene de la nada, sino que lo precede una ola de pensamientos encadenados, formulados en un torrente interminable y abusivo, que nuestro buen hombre no puede detener.
Los pensamientos negativos suelen aparecer en forma de bucle y siguen repitiéndose durante un lapso de tiempo indefinido, lo que lo hace todo mucho más desesperante. Al final, nuestro hombre, cansado, siempre llega a la misma certeza irrefutable: “yo existo”. Esa conclusión lo atormenta sin descanso. Porque esto significa, evidentemente, que dejará de existir. Que se morirá, no sin que antes su cuerpo y su mente se degeneren poco a poco. Sin que se note, con lentitud.
Este sentimiento lo tiene desde niño. Y está seguro de que no es el único al que le ocurre algo así. Todos tendrán, supone desde su ignorancia, algo en lo más hondo de su ser, algo, formulable o no, que se manifiesta a veces en forma de dolor mudo, otras veces en forma de éxtasis, de alegría, de sentimientos de lo más variado. Imposibles de especificar en datos concretos. Tal vez alguno sí pueda decirse con palabras. Pero las palabras son confusas, equívocas y tienen connotaciones.
La extrañeza de este hombre para consigo ha existido desde más o menos siempre. Cada vez que se para a pensarlo, le viene a la mente que esa extrañeza ha sido su primer contacto consigo mismo. La vive como algo genuino, lo más verdadero de entre las cosas que piensa o cree más intensamente. Su extrañeza para consigo, cree él, es más primaria que su extrañeza para con las cosas que le rodean. Pero a veces el segundo tipo de extrañeza se lleva la palma. En estos casos, la imagen de la lámpara resurge.
IV. De por qué las cosas invisibles son importantes o elogio de los recuerdos
Nuestro hombre odia a los que piensan que la imaginación no sirve para nada y ven en ella un remiendo de quien carece de recursos para la razón. Está de acuerdo con ellos en que es un remiendo de quien carece de recursos, pero carecer de recursos es muy común, a su juicio. Por lo tanto, la imaginación sería más bien un útil a desarrollar, una técnica, un desvío, un hacer de otro modo, un saber huir en el último momento para intentar algo nuevo. Nuestro buen hombre lo intuye. Por eso lleva ese sombrero. Es una provocación pero también una protección. Con él se protege de la lámpara.
El primer contacto con algo suele ser ficticio y se reconstruye después. La primera vez recuerda a otra que no ha existido. Esto quiere decir que nuestro hombre ya ha visto esa lámpara antes y que jamás la ha visto por primera vez. Tropieza con ella cada vez que va a dar su clase, los lunes a las ocho y media cada quince días. Otro tanto podría decirse del sombrero, del bigote, del hombre mismo, de su público risueño, de los que piensan que la imaginación es una tontería. De todas las cosas. Como si todas hubiesen estado allí siempre, en su cabeza, antes de vivirlas. Sin embargo, lo curioso es que, aunque no sea posible, la lámpara siempre aparece con la fuerza y la inenarrable angustia de la primera vez. La vive igual que si la viese por primera vez y le horroriza todas las veces. Ya no sabe qué sensación le produce ni cómo defenderse.
De algún modo, lámpara y sombrero coinciden en un punto: ambos aspiran a no poder ser clasificados. Tanto el hombre como su público han notado la presencia del sombrero y su extrañeza para con la lámpara. Su bigote entraría también en este ya numeroso grupo de objetos no clasificables. Lo que usualmente ocurre cuando contamos objetos que no se pueden meter en ningún casillero es que los acabamos metiendo en uno. Hacemos una lista de objetos que se clasifican por su incapacidad para pertenecer a una clasificación. Los inclasificables. Es contradictorio pensar que un sombrero y un bigote, así como una lámpara, escapan a la clasificación, porque inmediatamente se los está integrando en otra. Entonces, simplemente, estos objetos se acaban catalogando en dos grupos: el de los objetos extraños para el señor del sombrero invisible, como la lámpara y él mismo, (incluidas sus afirmaciones melancólicas como “Yo existo”) y el de los objetos barrera o protección que este señor integra en su cuerpo, como el bigote y el sombrero.
Todos estos objetos también se asemejan a recuerdos de distinta intensidad. A veces, nuestro hombre llega a olvidar lo vivido. Suena trágico. A veces el pánico es tal que incluso se olvida de la lámpara. No recuerda cómo era. Cuando no está frente a ella, no sabe describirla. Cuando está frente a ella, su parálisis le impide hacerlo. Consigo mismo le pasa algo parecido. No recuerda cómo era, ni cómo es ahora. A lo mejor eso explica por qué saluda y sonríe con esa ternura. Aunque me da la impresión de que ese Hola suyo no tiene explicación.