I racconti del Premio Energheia Europa

El Ahorcado, Sarai Herrera_Barcelona

mitologia1—¿Alcanzas a ver ese árbol? Allí fue donde tu tío se ahorcó.

Papá repetía a quella frase cada vez que pasábamos, por el pueblo de mi madre. Solía contarnos que la familia de mamá era problemática; hacía hincapié en su falta de educación y pobreza, lo que parecía ser el origen de su disfunción. Le veía disfrutar con aquellas truculentas historias: las desmenuzaba poco a poco en la boca, saboreándolas; y’a continuación, les concedía el consabido protagonismo con una especie de silbido excitado. Me las contaba sobre todo a mí, a quien confería una suerte de inclinación por los asuntos escabrosos. Cuando mamá no estaba atenta, en voz muy bajita, papá me las susurraba al oído; y señalaba con el dedo,  un poco agachado,  el objeto de su historia.

El árbol estaba escondido en el bosque, en las inmediaciones del pueblo. Para llegar hasta él, uno tenía que subir el punto más alto del cerro, o bien, situarse en la carretera que daba entrada a la villa, para poder divisarlo en la lejanía. Cuando era muy pequeña, papá me contó que el hermano de mi madre se había ahorcado siendo tan solo un niño.

Era un crío idiota, murmura. Tan sensible, le dolían las palabras.

Yo lo imaginaba trepando al árbol, sujetando la cuerda con los dientes. Las piernas y los brazos lampiños; la nuez hundida, las mejillas llenas… Alcanzar una rama lo bastante alta, agacharse, hacer un nudo dogal —si es que no lo traía hecho de casa— y saltar, o dejarse caer.

A veces, mamá abre el cajón de su cómoda, donde guarda los álbumes de fotos; y entre todos ellos, saca un recorte en blanco y negro de él (la única imagen que se conserva). Lo mira distraída, como sin querer darle importancia, y unos segundos después la vuelve a colocar con mimo, escondida entre las páginas de aquellos cuadernos.

Cuando alguien en la familia menciona su nombre todos guardamos un silencio solemne y respetuoso. Las mujeres entornan los ojos y los hombres hacen repiquetear los dedos encima de sus rodillas. Rara vez evocamos su imagen, esta aparece cuando los acontecimientos de los que hablamos lindan peligrosamente con la época de su muerte. Todos desvían la mirada, y yo me quedo mirando fijamente al Cristo colgado en la pared, que se me parece al chico de la foto. La cabeza agachada parece levantarse e interrogarme desde lo alto, su rostro es enjuto y moreno. «No dejes de mirarme».

Hubiera sido el más pequeño si no hubiera muerto, y parece que el benjamín actual le debe más respeto por haberle quitado ese puesto. No dicen que se suicidó, dicen que se mató porque el suicidio es algo poco cristiano, y matarse suena mása un descuido, una imprudencia propia de una persona inestable. El suicidio es un error, nunca una vocación.

Aseguran los últimos que lo vieron, que estando colgado del árbol, aun se movía, que pataleaba; hacía aspavientos de desesperación: pero el acto de contrición se le agotaba en las vías cada vez más finas, en los globos hinchados. Cuando uno desea morir, lo que quiere es morir un tiempo…y luego volver. Quiere la muerte de algo muy concreto. Del sufrimiento, del dolor, de la indiferencia…Y desde la contemplación de una forma depurada de él mismo, volver a la vida. Incluso el idiota le teme a la muerte.

La última vez que pasé por aquel recodo, el árbol ya no estaba; todo lo que quedaba de él era un tocón viejo y seco. Supongo que, finalmente, alguien debió cortarlo. Los años anteriores, los vecinos solían pasarse mucho por allí. Venían unos y otros y siempre se llevaban algo: unas hojas, un trozo de corteza, una ramita caída… Bajaban el sendero con alguna de aquellas alhajas y con una sonrisa nerviosa mal disimulada.

Dicen que ha muerto otro chico en el pueblo. Quizás es por eso que nadie acude ya a ver a mi tío. La gente no nos pregunta y nadie cuchichea a espaldas de mi madre. El nuevo mártir cayó en el embalse de la acequia y se ahogó: quedó atrapado en el fondo al enredarse sus piernas con unas algas; el agua estancada llenó sus orificios hasta convertirlo en un amasijo de carne viscoso y azulado.

Siempre guardamos sitio para un muerto. Hay un muerto para todos nosotros, en todos nosotros. Los hay, en cambio, que tienen muchos, que quieren muchos; los matarían ellos mismos si no fuera por el impedimento que supone la ley de los cuerpos. Preguntan en los entierros si el protagonista sufrió mucho, comentan con desdén que el maquillaje mortuorio les hace parecer a ellas, muñecas gordas, a ellos, estatuas de cera.

Procuro mantenerme muy lejos, puedo sentir en sus ojos, como un impacto vibratorio que recorre mi espinazo, que me miran esperando, imaginando, preguntándose si les dejaré ser partícipes de mi muerte.

Recorro mi alrededor buscando un punto de fuga, dirijo los ojos hacia arriba, pero es que nos miran desde abajo. ¿Por qué creemos que nos miran desde el cielo? Nos miran desde abajo, desde la tierra.