Alpinum, Marta Burgos_Ciudad Real
Finalista Premio Energheia España 2025
1. El Generalísimo
Aún hoy lo recuerdo. Yo llevaba una camisita verde, un pañuelo rojo atado al cuello, pantalones de montaña. No me puse la gorra, en la capilla no hay sol. Además, es una falta de respeto, me dijo mi tía. Esa fue la primera vez que estuve cerca de un muerto. Supuestamente estaba en la caja de madera de pino, rodeado de gente viva.
Habíamos ido todos los pequeños: Fran, Octavio, Humberto, Javi y los demás. Nos dijeron que era un honor, que despedirse del Generalísimo solo estaba al alcance de unos pocos. Me pasé la misa mirándome los zapatos, mirándole los zapatos a Octavio y, de vez en cuando, alzando la vista y mirando los pies ensangrentados del Cristo de la Cruz o las lágrimas en la cara de la Virgen.
Nos despedimos esa tarde con una tristeza fingida, como si no nos importase un bledo ese Generalísimo. Fran, Octavio, Humberto y Javi nos abrazamos en corrillo y nos tocamos las coronillas. Lo que acabábamos de vivir solo estaba al alcance de unos pocos, y como los pocos que éramos, lo sabíamos. Aunque eso también nos importaba un bledo.
Solo pensábamos en el próximo fin de semana, en encontrarnos de nuevo en la sierra, en los deportes de montaña. En la escalada, en montar la tienda de campaña, en hacer fuego y la hoguera, y en asentir alrededor de las historias. Pensaba en Fran, Octavio, Humberto y Javi. Pensé en el Generalísimo, pero solo un rato. Pensé que éramos privilegiados. Mucho.
Esa fue la primera vez que estuve cerca de un muerto.
Estaba en la caja de madera de pino, rodeado de gente viva.
2. Milicia
Fue extraño, más que otras veces, aunque solo ahora me dé cuenta. Corría y el aire no me llegaba a los pulmones. Me faltaba la respiración y nunca me había pasado de esa forma. No igual. Noté el primer perdigón silbándome en los oídos. Me pareció extraño ese deporte de montaña. Los chicos pequeños echábamos a correr por el bosque con el primer pitido; los mayores iban detrás con escopetas.
Fran se tumbó de golpe en la maleza. Javi se agazapó detrás de un árbol. Un golpe seco. La respiración no me alcanzaba, no se me llenaban los pulmones. Me escurrí, la tierra entre las uñas de la mano. Una mancha de barro en la mejilla. Silbaban perdigones. El macuto pesaba más que yo; se me clavaba y me hundía en la tierra. Me miré los zapatos.
Uno de los mayores me había alcanzado. Le miré los zapatos. Me apuntó con el arma. Recé al Cristo de la Cruz, recé a la Virgen y a su lágrima. Me encomendé. El chico mayor me miró a los ojos y me rozó por encima del pantalón. Pantalones de montaña, camisita verde y un pañuelo rojo atado al cuello. No llevaba la gorra; en algún momento debió caerse. Respeta a tus mayores, me decía mi tía. Esa fue la primera vez que me tocaron.
Decían que nos preparaban, que nos curtían, que era necesario. Sentí el miedo por primera vez. Aguanté el pis. Corrí. En el campamento me reuní con Fran, Octavio, Humberto y Javi. Evité pensar, pero solo un rato. Pensé que éramos privilegiados. Mucho.
Estaba rodeado de pinos.
3. Doctrina
Hacíamos una hoguera, nos poníamos alrededor y mirábamos a las estrellas. No como hacen los demás, sin ánimo de alcanzarlas: nosotros teníamos ese afán. El Teniente nos hablaba del cataclismo. Que la Guerra Fría era solo un preludio. Que solo los elegidos, los de la raza pura, los que despertaran su poder mental, podrían salvarse. O, mejor aún, trasladarse a otro planeta.
El Teniente decía que el cuerpo era una herramienta. Que correr por nuestra vida nos preparaba para el viaje. Nos hablaba de telepatía. De fidelidad. De sacrificio. De que compartir el cuerpo y el alma era una muestra de amor. Octavio tenía los ojos iluminados, se le reflejaba el fuego.
Soñé con ser teniente, con los ojos abiertos de Octavio. Alcé la vista al cielo. Hasta el punto blanco que hay al lado de la luna, y se me reflejó en los ojos. Quería salvarme del cataclismo. Intenté mover cosas con la mente. El Teniente nos había dicho que era de otro planeta. Que éramos privilegiados. Mucho.
Que nos había seleccionado por ser la raza pura. Fran, Octavio, Humberto, Javi y los demás estábamos reunidos en corrillo y alrededor de la hoguera. Lo que acabábamos de vivir solo estaba al alcance de unos pocos, y como los pocos que éramos, lo sabíamos. El Teniente decía que el cuerpo era una herramienta. Que compartir el cuerpo y el alma era una muestra de amor.
Solo pensábamos en el próximo fin de semana, en encontrarnos de nuevo en la sierra, en los deportes de montaña. En la escalada, en montar la tienda de campaña. Evité pensar en el nuevo juego con perdigones, en que uno de los mayores me había tocado. Pensaba en Fran, Octavio, Humberto y Javi. Pensé en el Teniente, pero solo un rato. Pensé que las llamas de la hoguera se movían a la vez que mis pupilas.
Estaba rodeado de pinos.
4. Acto de fe
Tenía nueve años cuando empecé a practicar los primeros deportes de montaña. Se me daba genial escalar, era el primero en montar la tienda de campaña y, en las pruebas de velocidad, era el más rápido. Fran, Octavio, Humberto y Javi. Pasábamos los fines de semana en la sierra; entre semana odiaba las clases y convivir con mi tía. El Teniente hablaba con ella de vez en cuando y le contaba lo esencial que era en el grupo de montaña.
Que era muy bueno. Y mi tía asentía, sonreía. La tenía contenta. Se encomendó al Cristo de la Cruz, lo sé. Y rezó a la lágrima de la Virgen. El Teniente no le dijo a mi tía que solo los elegidos, los de la raza pura, los que despertaran su poder mental, podrían salvarse. O, mejor aún, trasladarse a otro planeta. No le dijo que el cuerpo era una herramienta. Que correr por nuestra vida nos prepararía para el viaje. Que compartir el cuerpo y el alma era una muestra de amor. A mi tía se le iluminaban los ojos.
Noté el primer perdigón silbándome en los oídos a los nueve años. Me pareció raro ese deporte de montaña. Los chicos pequeños echábamos a correr por el bosque con el primer pitido; los mayores iban detrás con escopetas. Decían que nos preparaban, que nos curtían, que era necesario. Sentí el miedo por primera vez. Aguanté el pis. Corrí.
A los diez, mi tía, encomendándome al Teniente, me llevó a una finca en la sierra. Era una convivencia, le dijo el Teniente. Y convivimos. Convivimos con hombres importantes en una habitación a oscuras. Fran, Octavio, Humberto, Javi y los demás. El Teniente se llevó dinero de los hombres importantes.
Pantalones de montaña, camisita verde y un pañuelo rojo atado al cuello. No llevaba la gorra; en algún momento debió caerse. Respeta a tus mayores, me decía mi tía. Esa fue la segunda vez que me tocaron.
Estaba rodeado de pinos.
5. Ascenso a los cielos
Solo los elegidos, los de la raza pura, los que despertaran su poder mental, podrían salvarse. O, mejor aún, trasladarse a otro planeta. El Teniente decía que el cuerpo era una herramienta. Nos hablaba de fidelidad. De sacrificio. De que compartir el cuerpo y el alma era una muestra de amor. Octavio me miraba los zapatos. De vez en cuando, alzaba la vista y pensaba en los pies ensangrentados del Cristo de la Cruz y en las lágrimas de la cara de la Virgen.
Soñé con ser teniente, con los ojos abiertos de Octavio. Alcé la vista al cielo. Hasta el punto blanco que hay al lado de la luna y se me reflejó en los ojos. Quería salvarme del cataclismo. Intenté mover cosas con la mente. El Teniente nos había dicho que era de otro planeta, que éramos privilegiados. Mucho.
Octavio me miró a los ojos y le rocé por encima y por debajo del pantalón. Pantalones de montaña, camisita verde y un pañuelo rojo atado al cuello. No llevaba la gorra, en algún momento debió caérsele. Respeta a tus mayores, me decía mi tía. Esa fue la primera vez que le toqué.
Solo pensábamos en el próximo fin de semana, en encontrarnos de nuevo en la sierra, en los deportes de montaña. En la escalada, en montar la tienda de campaña. Pensaba en Fran, Octavio, Humberto y Javi. Pensé en Octavio, pero solo un rato. Pensé que las llamas de la hoguera se movían a la vez que mis pupilas.
Con trece años me convertí en uno de los mayores, ascendí. El Teniente estaría orgulloso.
Estaba rodeado de pinos.
6. Sacrificio
Aún hoy lo recuerdo frente al segundo muerto que más cerca tengo. Ha muerto con una camisa azul que se ha manchado de rojo a la altura del cuello. Pantalones de traje. No lleva la cabeza, en su mente no hay humanidad. A ciencia cierta os digo que le acabo de degollar, me pareció necesario.
Recuerdo el fuego en los ojos de Octavio. El Teniente ha muerto. Lo maté yo. Era necesario y por eso os lo cuento. Me despedí del Teniente con una sonrisa fingida. Los pies ensangrentados del Cristo de la Cruz, las lágrimas de la cara de la Virgen. Mi tía rezó al diablo y ese sí que es de este planeta.
Solo pensábamos en el próximo fin de semana, en encontrarnos de nuevo en la sierra, en los deportes de montaña. En la escalada, en montar la tienda de campaña, en hacer fuego y la hoguera, y en asentir alrededor de las historias. Pensaba en Fran, Octavio, Humberto y Javi. Pensé en si habíamos sido felices. Pensé que éramos privilegiados. Mucho.
Aún hoy lo recuerdo, los mayores, los hombres importantes, a Octavio. Una camisita verde, un pañuelo rojo atado al cuello, pantalones de montaña. Me habían arrancado la cabeza, en mi mente no había humanidad.
Estaba en la caja de madera de pino, rodeado de gente muerta.




