I racconti del Premio Energheia Europa

En construccion_Miguel Serrano Larraz, Zaragoza.

fiori1_Premio Energheia Espana 2011.

 

Todo sucede en una única tarde de septiembre. Al final de la tarde, cuando ya la oscuridad se inserta entre los tejidos del ímpetu y los apacigua, formando una capa de nostalgia y de culpa. El cambio de estación como un chorro de vinagre en una herida reciente. El escritor ha estado oyendo la radio, sin escucharla, al menos hasta que la voz de una metereóloga, en la emisora nacional, ha pronunciado el nombre de su pequeña ciudad. Es raro que se hable de esa ciudad en la radio, así que el escritor ha tratado de seguir el discurso de esa voz climática, pero el discurso le ha parecido enrevesado, incoherente, y se ha sentido incapaz de descifrarlo. Un tipo extraño de tormenta, que no es tormenta, ha dicho la voz de la mujer, una voz joven. Nubes que proceden del este, o del sudeste (no ha entendido bien), que amenazan con inundarlo todo, pero que nunca descargan. Nubes sin densidad, ha dicho la mujer, nubes sin sustancia, nubes que parecen prometer el fin del mundo pero que no son sino una sábana de humedad que no termina de desplegarse ni de caer. Un fenómeno curioso, ha dicho la voz  de la mujer. El escritor, entonces, no ha podido evitar la tentación y se ha arrastrado hasta la ventana. Lleva todo el día en casa, merodeando por las habitaciones, por las esquinas, buscándose a oscuras, y en ningún momento ha mirado al exterior, a la calle, donde nunca sucede nada que le interese. Llegar hasta la ventana le ha costado un gran esfuerzo, ha necesitado una enorme fuerza de voluntad para hacerlo, y un esfuerzo semejante, aunque más accesible, para subir la persiana, asomar la cabeza y mirar al cielo, un cielo ya oscuro, cubierto por completo por una masa densa, gelatinosa y amenazadora. Hay que joderse, ha pensado al ver ese panorama. ¿Y se supone que no va a llover? Junto a la ventana hay una maceta, y el escritor desconoce el nombre de la planta agónica que vive con él, una planta de la resistencia, comida por el tiempo, invulnerable a su desidia, una planta que ya estaba en el piso cuando él llegó. Vuelve a mirar hacia arriba, hacia el cielo, e imagina el viaje plomizo y lento de esas nubes, cientos de kilómetros desde el este o el sudeste, como un ejército pesado de animales sin compasión, una plaga, y al pensar en ese viaje estéril su cansancio se hace más denso, sube hasta la garganta y dificulta la respiración. Porque son nubes que no van a dejarle nada, que no van a tocarlo, al menos según la experta que ha hablado por la radio. Así que decide dejar de mirar, porque parece que el sufrimiento va a acabar aplastándolo, tirándolo al suelo, dándole patadas en la boca, saltándole los dientes. Desplaza un poco la maceta, con la punta del pie, apenas veinte centímetros, hacia el rincón, donde parece aún más inofensiva. Deja la persiana subida y se sienta de nuevo frente al ordenador, o más bien se deja caer. Mira el correo electrónico: nada.

Unos minutos después está en la cocina, con un vaso de agua en la mano, la mirada fija en el fregadero. Entonces escucha un trueno, como una bomba, y poco después otro. No se asusta, no siente nada, pero se cree incapaz de subir la persiana de la cocina para echar un vistazo al exterior, así que se dirige hacia la ventana que ya sabe diáfana y dispuesta a su curiosidad, la del salón, y a medida que se acerca oye la súbita y despiadada descarga de la tormenta, ráfagas de lluvia que lo barren y lo limpian todo. Fascinado por la cortina de agua que se abre a medida que se aproxima a la pared, el escritor pierde la orientación y está a punto de caer al suelo, y mientras intenta recuperar el equilibrio, mientras trata de evitar que se derrame el vaso de agua que todavía sujeta con la mano izquierda, se encuentra mirando de nuevo la maceta, con una intensidad que no lo ha visitado al menos en los últimos meses, y así, de pronto, es como le llega la frase.

Se trata de una frase trivial, ñoña, que no tiene nada que ver con él. Una frase de libro de autoayuda, de poeta malo, una frase de almanaque. Aunque en realidad no es la frase lo que le llega, sino la imagen, el contenido, pero en cuanto recupera el equilibrio y se apoya en la pared su cabeza empieza a barajar las posibilidades sintácticas de esa imagen, como un sistema automático de búsqueda, y encuentra una frase a la que asociarla. La imagen, en este proceso, se ha convertido en una pregunta, una pregunta retórica, sin respuesta, sin esperanza.

Dice así: “¿Qué sienten las plantas de interior los días de lluvia?”

Hay algo ahí, nada, un vacío absoluto, la frase que le golpea y le muerde, nada, nada de nada, basura, la disolución de toda esperanza de escribir algo a partir de eso, de salvarse. Y sin embargo sigue aferrado a la frase, la lame, la frota. Busca otra forma mejor, menos humillante, pero la vergüenza ya le ha llegado a los oídos y al mismo tiempo ya se siente orgulloso de esa frase, que es suya, de nadie más, nadie puede tocarla. Busca, sigue buscando. Recombinaciones. Por ejemplo: “Soy como una planta de interior en un día de lluvia”. No, eso no. El “soy como” con que comienza le da náuseas, las metáforas le dan asco, pero es que la imagen es mala. No hay nada que hacer con ella, debería abandonarla ahora mismo, antes de que le haga más daño. Pero no puede. Mira hacia el exterior, su mirada atraviesa la ventana y ve una pareja de ancianos en un portal, justo enfrente de su casa, alucinados, como zombies, con los zapatos y las perneras empapados. Sigue lloviendo. Piensa en la metereóloga. Lleva el vaso a la boca y bebe un poco más. El cristal con el que está fabricado el vaso, o lo que sea, sigue ahí, sólido, en su mano, rozando sus dientes. El escritor vuelve a pensar en su imagen y se pregunta si podría escribir un poema, sólo eso, un poema breve, encontrar un título elocuente y una manera mejor de dar a conocer esa imagen, repartida en tres o cuatro versos, aligerada, dejarlo así, nada. Algo parecido a un haiku, o incluso un haiku: “Día de lluvia / Las plantas de interior / Arde mi infancia”. Mide los versos mentalmente: Dí-a-de-llu-via, 5; Las-plan-tas-dein-te-rior, 6+1=7; Ar-de-min-fan-cia, 5. Bien, está bien. No, no está bien. No sirve para nada, no es nada. Acaso debería escribir un relato, un relato que sea una excusa para introducir esa imagen en la última frase, o en la primera. O tal vez incluso en el título. Mejor aún, podría utilizarla como epígrafe, un epígrafe apócrifo que encabece un cuento que no tenga nada que ver con eso, que no tenga nada que ver con macetas ni tormentas pero en el que palpite la gravitación de la frase, una especie de compás que marque el tono, que lo explique todo. ¿A quién atribuirá la frase? Podría atribuírsela a Pablo Coelho, por ejemplo. Sería divertido. Podría reírse un momento, sólo unos segundos. Para eso tendría que buscar una nueva encarnación de la frase, pero no sabe cómo hacerlo. Le cuesta concentrarse, a pesar de que no hay nada más, ninguna otra cosa que distraiga su atención, su pensamiento sólo está allí, en ese razonamiento que no es un razonamiento, sino una cadena de incompetencias, de renuncias sucesivas. Tal vez lo mejor fuera alejarse de la ventana, volver al ordenador, abrir el facebook y situar su frase como “estado”, para aniquilarla, para terminar con sus posibilidades, para que lo deje en paz, para que no lo avergüence más. Pero no lo hará, claro, no lo hará porque en el fondo la idea le parece buena, la relación entre la lluvia y las plantas de interior le ha dado un mordisco y ya no puede librarse de ella. No quiere que nadie plagie su mierda. Su mierda es sólo suya.

Otra opción sería escribir un relato sobre un escritor que encuentra una frase y no sabe qué hacer con ella. En ese cuento, la frase ocuparía el centro de las divagaciones narrativas de un personaje solitario y melancólico, atormentado, un auténtico gilipollas. La frase llegaría como una revelación, como una epifanía (este escritor cree en la epifanía y en el símbolo), y se desplegaría por el cuento sembrándolo de incertidumbre, porque a estas alturas no creo que sea necesario decir que en el cuento no sucederá nada. Absolutamente nada.

Se sonroja. ¿En qué me estoy convirtiendo?, piensa de repente. Puta basura. Pero la idea del escritor como centro del relato, magnética, se ha apoderado de él, y la única forma que tiene de librarse de ella es saturarla, llenarla de contenido, desbordarla de metaficción, o inventar cuanto antes un personaje normal que desplace al escritor, a ese cáncer que trata de apoderarse de toda su escritura. Lo primero que le viene a la cabeza, lo más fácil, es una relación de pareja. Un chico y una chica de casi treinta años que se van a vivir juntos, que hasta entonces han vivido con los padres respectivos, y que antes de  irse a vivir juntos se casan. Bien, por aquí bien, aquí sí. Gente de verdad. Una tía de ella, soltera, les regala una maceta con una enorme planta rojiza. La planta les gusta, la colocan en un rincón de la casa nueva. La riegan, cada mañana, con los restos del zumo de naranja del desayuno. De vez en cuando le echan posos de café. Materia orgánica. La planta se mantiene viva. Poco a poco, la tarea recae en él, en el chico. Ella se desentiende. Pero sigue recibiendo su agua diaria, la planta, sobrevive. En este relato, en algún momento, la planta las va a pasar muy putas. Va a perder las hojas. Se le va a pudrir el tallo. Va a descomponerse, al mismo ritmo, sobra decirlo, al que se descompone la relación de los protagonistas.

El relato comienza con el chico mirando por la ventana, con un vaso de agua en la mano, en el momento en que descarga una tormenta inesperada. Todo sucede en una única tarde de septiembre. Ella se ha ido a pasar el fin de semana con sus pades, y él se ha quedado solo y recuerda los dos últimos años, desde la boda, aunque recuerda mucho más, la verdad es que lo recuerda todo. Así está bien. Es lo único a lo que puedo aspirar, piensa el escritor. En cualquier caso, da lo mismo, porque sabe que no lo va a ecribir. Le dará forma en la cabeza, lo estructurará, buscará recursos infames y adjetivos efectistas pero vacíos y creerá que está a punto de tener un relato perfecto, pero no lo escribirá. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene? ¿Para qué puede servir? ¿De qué lo va a redimir? Entropía, información absurda que se expande con el universo. Ruido. Toca la maceta con el pie y la desplaza hacia el rincón mientras recuerda el día de su boda. La planta se muere, sin duda. Piensa en su mujer, en su vida en común, en la infelicidad malgastada y banal, en que nada tiene sentido, pensamientos tan transitados que casi da vergüenza recordar que existen. En algún momento, tal vez debido al cansancio, se introduce en la agonizante esencia de la planta, y se pregunta si tendrá nostalgia de la lluvia. Es una planta de interior, en teoría debe vivir dentro de una casa, pero en algún momento del pasado la especie tuvo que replegarse, forzada, y tal vez sea capaz todavía de percibir la lluvia, la tormenta que podría terminar con ella por fin y limpiarla de la culpa de toda una especie. Dios mío, qué pena, piensa el escritor. Qué pena, qué desperdicio, qué enfermedad. Sigue lloviendo, y es como si la humedad hubiera atravesado la ventana cerrada y le hubiera empapado la pierna izquierda. No, no es eso. Es el vaso, que descansa al final de su brazo extendido, boca abajo, y que gotea sobre su cuerpo, mojando la pernera y el zapato, formando un pequeño charco entre su pie y la maceta. Se ríe. Recuerda una noche de primavera, hace muchos años, en que una tormenta los cogió por sorpresa en mitad de la calle. Tenían dieciséis años y se besaron, aturdidos, húmedos, chorreando, mientras distinguían los perfiles de la gente que, a su alrededor, corría a buscar refugio en los portales, en las marquesinas de los autobuses, bajo los aleros. No oyen nada, porque el ruido de la tormenta extermina toda posibilidad de sonido. Se siguen besando, se muerden, se devoran, abolen el tiempo, es un momento que no termina nunca.