I racconti del Premio Energheia Europa

Últimas gárgaras con Teresa_Jordi Corominas i Julián, Barcelona.

mare_Premio Energheia Espana 2011.

Corregir los síntomas y los dolores es el primer paso, pero hay que determinar el origen para eliminarlo.

( Jean Martin du Bruit, otorrinolaringólogo)

 

 

 

Su hijo puede articular un discurso coherente. Sé que llevan años de curandero en curandero a la búsqueda de un diagnóstico. Crisóstomo habla y el aislamiento al que se ha visto forzado le ha dado un léxico envidiable. Sin embargo, su afonía le limita, produciéndole conciencia de anormalidad, algo que sin duda acrecienta la inherente maldad, pureza humana, que radica en el medio rural donde se educó. Eso, y no otra cosa, explica la ineficiencia de las gárgaras y otros remedios tradicionales. Le convendría un cambio rotundo, el contexto determina y sólo fugándose a la gran ciudad logrará curar su dolencia, que tiene causa en lo concreto de su origen, ese cuello sesgado en el imprevisto de la lechería, esa cuerda con una figura cercana colgada entre barriles vinícolas y mugidos de vaca. Sé que sienten apego para con su retoño. En caso de no querer desprenderse de su compañía les ofrezco otras opciones igualmente válidas. Señores, emigren con él. ¿No es posible? Entonces adopten el saludable hábito de llevar una bufanda azul. Ese color tranquiliza y quizá sea el bálsamo necesario. Cubran la parte infausta para proporcionar sosiego al enfermo, háganle entender que son sus aliados y apreciarán mejoras que pueden precipitarse desde la ocultación. Otros doctores abogan por métodos más radicales. Fotografías de los nazis condenados en Nuremberg, trabar nudos marineros para eliminar el pánico del recuerdo o trabajar de verdugo. Crisóstomo no podría, es Nino Manfredi en un traje adolescente. Sigan mi consejo y su hijo sanará. Reúne las condiciones idóneas para desarrollar un esplendoroso futuro. El cuello es el trampolín de la palabra.

Y las guitarras con cuerdas rotas suenan fatal, sobre todo en un concierto. Faltar a la verdad es repugnante, máxime si eres un ilustre galeno con muchos diplomas en la pared de la consulta. Los vendedores de humo abundan. Cogen un relato y sacan pesquisas de párvulos. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, dos y seis son ocho y ocho dieciséis. El nueve de abril de 1970 mi amigo Edelmiro Tenor puso fin a sus tristes días pueblerinos ahorcándose. Los motivos fueron simples y banales. Sus padres le dieron dinero para comprar una colcha y se lo gastó con los amigotes de la plaza jugando a las canicas. Era un impulso irrefrenable, ludopatía infantil de alto riesgo. Le encantaba chocar círculos vidriosos decorados, era su hobby de precisión por inercia rutinaria en esa localidad a cuarenta kilómetros de Barcelona. Abrió la puerta de la lechería. Su última compañía fue un cerdo que le sirvió de taburete, apoyo para completar su adiós. Me encargaron comprar dos litros de leche y me lo encontré de esa guisa, balanceándose en el aire a escasos metros de la caja registradora. Grité y enmudecí. Llegó el abuelo de Edelmiro y aulló con su voz esmirriada. El estruendo alarmó al vecindario. Dicen las malas lenguas que el chico se quitó de en medio por miedo a Don Adolfo, su padre, un hombre inmisericorde que luchaba con denuedo para llevar hacia delante el negocio familiar, granja con solera a remolque de unos tiempos que empezaban a privilegiar el tetrabrik en su marcha imparable hacia la modernidad.

El gaznate estrangulado, fuego ardiente entre el silencio, me conmocionó y no supe volver atrás. Antes del suceso era el típico muchacho jovial que iba a la escuela, corría por los campos, preguntaba mucho y estudiaba poco. Tenía doce años y quería ser presentador de televisión. Esa noche no pude decirle a mi madre lo buena que estaba la cena que con tanto esmero preparaba. Paco, el niño está raro. Fuimos al hospital. Dormí dos noches, me hicieron pruebas, vomité, pedí clemencia con la mirada y los de siempre emitieron un diagnóstico. Recuperará el habla, es cuestión de meses, tiene que encajar el trauma y remontar el vuelo. Sí, los vocablos rebrotaron de mi boca. En forma de macabra experiencia. Las frases de más de diez sílabas se convirtieron en un obstáculo insalvable, del alto llegaba al bajo y descendía sin freno a un Hades que impedía el paso de mi verbo, maniatado a lo sintético por decreto. Twitter antediluviano. Dame pan y un poco de queso. Esa era una frontera. Nunca pude opinar del tiempo o de la muerte de Franco con rotundidad. En el colegio me llamaban el oráculo, como si lo escueto de mis comentarios me otorgara poderes atávicos que eran mi frustración.

Masajes, gárgaras, terapias y asociaciones. Vamos de paseo en un barco nuevo. Mil timbres de desperdicio. Batas blancas de ridículo. La España que debía curarme era una pocilga infecta, un reducto de analfabetismo ancestral. Me convertí en un proscrito clínico, una anomalía incapaz de evolucionar al ritmo vital de mis semejantes, empecinados en la burla continua, dichosos por ligar y saberme encerrado cual franciscano, masturbándome en mi habitación escuchando música clásica. Quien pierde el tren del coqueteo y la seducción puede despedirse de la realidad objetiva. Sí, me la casqué en infinitud de ocasiones, pero también aproveché la vía láctea de horas que me proporcionaba el destino. Las galopadas de antaño se transformaron en largos y meditados paseos, caminatas que adquirieron pleno sentido cuando adquirí una cámara fotográfica que relegó al altillo del olvido puzzles, mecanos y matemáticas, antiguos objetos de predilección en mi afán liquidador de la soledad. La Minolta me acompañaba allá donde iba, erigiéndose en mi mejor conversadora por el gusto compartido de reflejar minucias significantes entre árboles y edificios. El loco de la máquina de fotos, foco de risas y cuchicheos, era el Kant del villorrio. El reloj con cerebro de Konigsberg desnudó con su ruta diaria muros y vegetaciones de su fachada externa para aprehender su esencia. Mi misión era similar desde una vertiente personal. Al malvivir en mi interior clamaba por identificar lo físico para integrarme en su ser. Mi conciencia de sus matices fue un triunfo en mi combate contra la patología al proporcionarme elementos de contacto empáticos mediante mis pinceles en las pupilas. Ahora soy fotógrafo profesional y nunca podré agradecer lo suficiente el bien que me ha dado el arte para aliviar mi carga de imposibilidad verbal. Vista y tacto, pues mi segunda salvación aparecía al franquear el dintel del piso de Doña Eugenia, el burdel más famoso de la carretera comarcal. Al no poder dialogar siempre he privilegiado pequeñas facetas de esa maravilla llamada mujer. Un cruce de piernas, una sonrisa, un gesto con la mano, una caída de párpados, un contoneo inesperado y sus andares, siempre sus andares. Nunca quise dedicarme a las modelos porque su belleza es indigna de la instantánea, su porte merece 24 imágenes por segundo como soberano respeto a su hegemonía. El movimiento femenino es la creación más imperecedera que nos haya sido concedida. Lo comprobé al conocer a Teresa una tarde de noviembre de 1980. Normalmente las putas eran desconsideradas conmigo, me tomaban el pelo. Ventilaban el servicio completo con velocidad y córrete, córrete. Culo en pompa, unas sacudidas, el condón a la basura y adiós muy buenas. Teresa era diferente. Se acomodaba en la hedionda barra roja con naturalidad, vestida como si fuera una viajera caída de la nada en aquel ambiente. La minifalda y los taconazos eran para las otras, zorras desquiciadas que habían asumido su papel a la perfección. Ganaba poco dinero porque tampoco se desvelaba en exceso por exhibir sus muchos encantos. Una noche la elegí. Me ordenó quitarme los pantalones, pidió que fuera al bidé y mientras tanto me preguntaba cómo quería las cosas, si tenía alguna preferencia sexual. Sólo puedo decir diez sílabas. ¿Afonía? Dejé descansar la garganta unos segundos. Sí, y timidez. Para eso estoy, para que te sientas el hombre más afortunado del mundo. Gracias. Nos comunicaremos como lo hacían nuestros antepasados. Si resulta significará que nos entendemos, porque el cuerpo es un manifiesto inalcanzable al verbo, lo supera por afinidad entre iguales. ¿Cómo te gusta Crisóstomo? Túmbate. Se desnudó y fue desprendiéndose de su combinación negra encima de mi cuerpo mientras sus caderas cadenciaban el preludio. En vez de ir a por una fulminante erección prefirió abrazarme y acariciar mi piel con lentitud. Besos largos, saliva en carne, dedos deslizándose derramando derroche de afecto carente de pena, brindis al amor que parte de una estrecha comprensión. Ese coito fue bíblico y un despertar. La puse a cuatro patas y penetrándola entendí con sus gemidos una insólita soldadura. Me regaló tres servicios más y resolvimos nuestra existencia tras el último francés. Su confianza me dio la valentía para confesarle mis aspiraciones. Escapar a Barcelona, montar un laboratorio de revelado y aportar mi pequeño granito de arena a lo que amaba. Quiso ser partícipe, hizo las maletas y al cabo de pocas semanas cogió sus bártulos y emprendió conmigo una nueva fase llena de incógnitas. Subimos al vagón y alquilamos un piso al lado de un huerto urbano para cumplir su plan secreto, consistente en equiparar su estado con el mío para equilibrar los desajustes. Crisóstomo, si suelto parrafadas interminables te aburrirás. He preparado una serie de ejercicios que destrozarán mi voz. Soy como Rusia antes de la Revolución, una vasta extensión de terreno con muchas granjas y pocas fábricas. Me aburguesaré para alcanzar nuestra Dictadura del Proletariado. De la obrerización, el punto álgido de mi capacidad, saltaré a planes quincenales, incrementaré  la producción y estallaré en mil pedazos ruinosos. Nunca se menciona bastante el descenso demográfico, la disminución de efectivos que conllevó el crecimiento salvaje de ese país retrasado por siglos de zares y oligarquía. Seremos comunistas de nuestras cuerdas vocales. Lo único que te pido es que acates a rajatabla mi propuesta. En el lupanar me llamaban la Joe Cocker femenina. He fumado demasiado Ducados. Si nuestra historia fuese perfecta compraríamos un perro de esa raza y reiríamos con la comparación, pero no sirve, quiero poseer tu afonía y transformar el lenguaje. Los demás me importan un comino. Este apartamento es un asco. Ahorré mucho entre cubanas y completos. Compraremos la huerta y construiremos cinco habitaciones insonorizadas. El núcleo central será tu templo una vez hayas deambulado con tu querida Minolta por periferias y jardines durante las horas solares. La luna te guiará a los cuatro aposentos redentores donde diariamente nos ejercitaremos. El quinto es el bien extremo, la pócima segura a la que sólo accederás si tras veinticinco años no has experimentado ningún progreso en tu dolencia.

Teresa no soltó prenda mientras los obreros levantaban su ronca fortaleza. Vivimos felices y bailamos como derviches. Yo con mis fotos, ella con sus papeles repletos de diagramas y cálculos vetados a mi retina. El resto era fornicar en mística comunión. Bastaron dos años para completar la obra, parecida a un bunker psicodélico con reminiscencias hitlerianas. La entrada era gris y voluminoso hormigón que mediante dos resquicios en los laterales abría la ruta a sendos pasillos policromos, pista de despegue para nuestras prácticas. Los carteles avisaban del reto. Sala azul. De seis a nueve en invierno, de ocho a once en verano. Tres horas para escuchar discursos de Fidel Castro, vinilos de Camilo Sesto y célebres mítines políticos. Teresa imitaba las voces de los oradores y me obligaba a gesticular al son de los vídeos proyectados en una pantalla gigante. Fui Churchill y Unamuno, Ho Chi Minh y Torrebruno, intenté dotarme de un vigor desconocido y tardé más de un decenio en darme cuenta de la sutil degradación de las cuerdas vocales de mi amada, quien siempre estaba en gran forma en esa primera parte del recorrido, pletórica con calidad radiofónica, como si supiera, y lo sabía, que el segundo round era un martirio del desgañite. Sala Naranja. De nueve a medianoche en invierno, de once a dos en verano. Bolas discotequeras, cuadros de Magritte.  Nuestros gritos son los ríos que van a dar al amar, que es el morir. Darle al timbre, chillar hasta quedarnos sin alma, repetir la operación como un deber supremo, misa de difuntos para resucitar. Mis capacidades no daban para similar envite, aunque la actividad suponía un verdadero deleite porque con su gesto Teresa cumplía y me exhibía sin tapujos su amor, al que yo correspondía en esos instantes con tímidas intentonas de  generar ruido propio hasta que los pulmones cedían, ondeaban su bandera blanca y mis relinchos de pacotilla desaparecían en una nada difusa que engullía el paréntesis de los refrigerios, quince minutos en un cubículo de hidratación, agua mineral y música New age. Bebíamos y nos abrazábamos a la espera del puntual dindoneo que nos guiaba hacia la sala magenta. De las doce y cuarto a las tres y cuarto en invierno, de once y cuarto a dos y cuarto en verano. Maniquíes y vasos de plástico. Fluor, limón con tomillo y miel. Ese era el orden de las gárgaras, sesenta minutos por sustancia y un ceremonial estricto, casi medieval. Amígdalas en remojo. Nos sentábamos el uno frente al otro e intentábamos contener la risa mientras agitábamos los líquidos por nuestras gargantas al tiempo que producíamos ese gra gra gra característico con la cabeza hacia arriba, con la vista fijada en ese techo estroboscópico y su lentitud de partículas pululando por la habitación, moscas lumínicas que impactaban contra nuestra faz y daban una vis cómica al gargareo. Teresa creó ese efecto pensando en una colmena móvil que regulara las fases de consumo a partir de una leve aceleración de los puntitos que llenaban el recinto. El fluor y su espantoso sabor introducían el ritual, el limón lo agriaba hasta el paroxismo y la miel suavizaba la sesión, dándole ese imperecedero tono festivo. No importaba la tos, tampoco el carraspeo. La unión de nuestras miradas bastaba, trasladándonos a esferas impolutas de un sentimiento basado en ese mecánico pacto de la repetición cotidiana en su apogeo de la tercera fase, urna de tesón heraclitiano que deparaba júbilo compartido, alivio para Teresa y la constatación del insanable trastorno. Gra gra gra gra. Ja ja ja. Gra gra gra.

La frase que más recuerdo de mi infancia pertenece a mi abuelo José García. El consuelo es hipocresía fragmentaria. Ese filósofo rural atinaba en su cálculo porque conocía el valor de la pérdida. Lo redundante de nuestros trabajos de Hércules modificó y finiquitó la voz de Teresa. Era lo que quería y nadie puede reprochárselo. Hay maneras y maneras. La suya se basaba en la creencia de un status quo sin permiso de desnivel. Cualquier ventaja era una humillación, por eso debía equipararse, para poder respirar, completa, segura de no traicionarme en el mundo de los mortales. Su genocidio fonemático supera con creces cualquier tentativa humana de aislamiento y conversión religiosa. Los anacoretas usaron columnas y terminaron fundando monasterios por temor a la soledad del desierto. Eran hombres de carne y hueso con calado abstracto de amor a un ente intuido. Teresa tenía certezas y quiso poseerlas prescindiendo del estereotipo. Su Dios era yo, Crisóstomo Crooner. Entenderemos la esencia del sacrificio cuando alguien escriba del ser mártir en vida como tránsito a un estado superior de ascenso mental.

La cuarta sala era la negritud cuadriculada. Una cama de matrimonio incitaba a un quimérico reposo de adaptación a la cacofonía. Nos estirábamos y el contacto con el colchón explosionaba un cúmulo sonoro demoníaco.  El estatismo era la divisa de victoria para anular el íncubo hasta que comprendimos que la moraleja del desafío auditivo era dominarlo y adaptarnos a su cólera para derrotarlo y aprovechar las agujas del reloj en la alcoba infernal. Al cabo de pocos meses los tímpanos se impusieron al insomne alboroto y dedicamos la última etapa de mi tratamiento a devorarnos en todas las posturas del kamasutra y otras que no pienso confesar. Hubiese sido más sencillo salir del lecho y revolcarnos en el cemento armado. Supe que no era lo que Teresa quería, y mi heroísmo resistente fue gratificado con largas sesiones de conexión carnal, nuestra mejor forma de entendimiento, diccionario hojiblanco más potente que Babel.

La loca conjura del laberinto por la afonía se disolvía al amanecer. Volvíamos a casa, desayunábamos copiosamente y Teresa me daba su beneplácito para mis divagaciones fotográficas. Esta mañana analizaba parte de mis negativos y he observado el efecto de la terapia en mi arte. Abandoné el blanco y negro, saturé mis carretes y logré el favor de la crítica por mis series de naturalezas muertas que desdibujaban sus contornos y se fundían en un conglomerado de colores que traspasaban su tinte a sus compañeros de viaje. El rojo tenía amarillo y el amarillo morado. Supongo que mi técnica era el lógico resultado de las veladas nocturnas y sus combinaciones pictóricas. Pervertí mis vínculos con el exterior y engendré enlaces que me dieran la sensación de prolongar los cuatro tormentos que eran delicias.

Durante veinticinco años los gocé pese a saber que lo mío era crónico. Mis aspavientos hubiesen disminuido al cero absoluto los histéricos braceos de Mussolini en Piazza Venezia. Los gritos me hermanaron con Harpo Marx, sin bocina. Las gárgaras eran el Edén, microcosmos de olores, miradas y congelación del cronómetro. La última vez que hice gárgaras con Teresa rompimos nuestras propias normas, vomitamos los sabores y descorchamos una botella de champán que escondimos en el paréntesis de los refrigerios. Las burbujas cayeron por sus pechos, que lamí hasta emborracharme. Luego fuimos a la yacija para regocijarnos entre arrumacos, morreos y coitos.

Hace escasas horas limpié el objetivo de mi vieja Minolta y visitamos un barrio periférico para inmortalizar parajes anacrónicos, zonas urbanas donde aún puede respirarse aroma de descampado indemne a pelotazos inmobiliarios y superficies comerciales. Las localizamos, ejecutamos nuestra tarea, postrer eslabón de un proyecto museográfico de conservación de la memoria silvestre, y retornamos al hogar con hambre de lobo. Deposité la cámara en su estuche, cerré el armario y me preocupé al percibir un absoluto silencio. Teresa no estaba en la cocina. Puse a calentar una tortilla de supermercado, me la zampé en un pis pas y a base de zancadas me adentré en la guarida. José Maria Aznar declamaba en inglés sobre la Guerra de Irak. El bombín y la manzana de Magritte carecían de ritmo sin gritos. La habitación de las gárgaras era un desastre, con restos de nuestras fechorías presentes en el pavimento, una tragedia considerando que Teresa era una campeona de la limpieza que dedicaba parte de mi jornada laboral a limpiar el sanatorio para que la perfección adquiriera visos eternos que también se habían esfumado de la cama que tantas veces gimió mientras nos acomodaba en el acto. Quedaba la opción temida, la postergada del misterio. El quinto es el bien extremo, la pócima segura a la que sólo accederás si tras veinticinco años no has experimentado ningún progreso en tu dolencia. Recordé su advertencia, destensé los músculos, atravesé el cuarto y llegué al confín, una cochambrosa puerta de madera que siempre contemplé como un accesorio irónico a tanto lujo para curarme. La franquee sin complicaciones y un punto rojo fue mi camino de baldosas amarillas. La luz de la estancia  daba a la soga que envolvía el cuello de mi mujer una pútrida penumbra que resaltaban las fotos que colgaban del hilo de tender, con esas cochambrosas pinzas que estrangulaban con ahínco remembrando instantes especiales que ya no volverían. Palpé su tobillo, helado. Husmee en las cubetas, exentas de notas de despedida. No. No. No. Dejé de hablar para mis adentros. He recuperado la voz y registro esta narración de mi patética existencia mientras busco un punto de fijación situado a una altura suficiente para anudar la cuerda y ahorcarme. Lo haré en la habitación de las gárgaras para evidenciar mi soledad ahora que no puedo dialogar por mucho que mi laringe responda a la perfección y la glotis pueda entonar el himno de la alegría. Gargarearé y el regusto será menos seco.