I racconti del Premio Energheia Europa

El Juego, Alejandro Molina Bravo_Madrid

_Racconto vincitore del Premio Energhea Spagna 2016.

foto-mostra-gaetano-2012_Quando era niño, yo moría todos los días.

Moría a la misma hora, a las cinco de la tarde, cuando acababa la escuela. Estudié en un colegio de curas, en esta misma ciudad donde nací y moriré una vez más. Mis compañeros de clase eran subnormales, y se suponía que yo también. Eso era lo que todos pensaban, así que cumplí con lo que se esperaba de mí. Yo era, soy, sordomudo. Que no pudiera oír ni hablar era síntoma inequívoco de que mi cerebro estaba dañado y, por tanto, mi intelecto inferior al de los otros niños. Mi madre nunca lo creyó, pero mejor tener unos estudios de subnormal que no tener estudios. Por lo menos aprendí a leer y escribir, y ya de muy niño fatigaba libros y periódicos. A hablar nunca supe, ni siquiera con las manos, porque no me enseñaron. Mi madre, la pobre, que en paz descanse, hizo lo que pudo; se deslomaba a trabajar durante todo el día, viuda de guerra como era.

Mi vida, pues, se reducía a una sucesión de clases estúpidas y repetitivas. No tardé en crearme un mundo propio limitado a las paredes de mi cráneo, poblado de personajes e historias. Me inventé una voz que hice mía, una voz insonora que sólo yo era capaz de oír. Aprendí a leer los labios y adquirí la costumbre de comunicarme tan sólo por medio de un cuaderno y un lápiz que siempre llevaba en el bolsillo. Pocas veces los usaba si no era con mi madre, pero aún los guardo con mimo: en esos cuadernos está encerrada mi alma.

En la escuela no tenía oportunidad de desarrollar mi mundo, tampoco en el recreo, pues los imbéciles éramos separados de los otros niños, que nos miraban con curiosidad y miedo. Si bien nuestros mundos estaban perfectamente delimitados en el colegio, no era así en la calle. Al salir de clase, poco antes de la hora de la merienda, los otros niños nos llevaban a un descampado sembrado de escombros, vestigios de una vieja casa de la que sólo quedaban en pie dos paredes desoladas.

Nuestro juego favorito consistía en escenificar un fusilamiento. Como en uno de verdad, había fusileros y fusilados. Yo era de los fusilados, por supuesto; ese papel estaba reservado a los subnormales, era algo incuestionable. Los que habíamos de ser fusilados éramos alineados de espaldas a una de las paredes desconchadas, que se unía a la otra formando una esquina. En ese rincón moríamos. Nos ataban las manos a la espalda. Después nos vendaban los ojos. A todos menos a mí, que como no podía oír sus bocas imitando los disparos, no sabía cuándo debía morir y caía a destiempo, lo que era una puñeta. Así pues, yo debía quedarme de pie y ver cómo me mataban.

Los niños fusileros, en pantalón corto, se alineaban delante de los futuros muertos ataviados con uniformes militares hechos con periódicos caducos. Entre ellos y nosotros, un niño con un ridículo capirote de papel crujiente, que le quedaba grande y le estorbaba la vista, gritaba las órdenes de ejecución al tiempo que levantaba un palo de escoba por encima de su cabeza:

¡Apunten!

Los niños verdugos alzan sus palos, rústicas armas, a la espera de la orden definitiva.

¡Fuego!

Y disparos entre dientes, y niños que gritan desesperados al caer pero ríen en el suelo, divertidos de estar muertos. Luego, el niño del sombrero papirofléxico desfila junto a los cuerpos caídos, estremecidos de risa, comprobando que todos estemos bien muertos; se para y grita:

¡Este todavía respira!

Levanta su palo, apunta a la nuca mientras guiña un ojo y dispara con los carrillos inflados. De su boca salen escupitajos como balas.

Jugábamos sin ver lo perverso del juego. Me excitaba el ansia previa a los disparos, y la rabia y el odio que se me desbordaban al morir, escapando de mí como la sangre. Me sentía orgulloso de mi odio. Y sentía también otra cosa, que aun hoy en este momento último me cuesta admitir, y de la cual también les culpo, os culpo: el placer oscuro de la humillación. Me gustaba jugar, me gustaba morir, se me daba bien.

Mentí cuando dije que moría todos los días. Los domingos no. Ese día los niños verdugos iban a misa y se confesaban y volvían temerosos de la cólera de Dios. Yo también iba a misa, pero no me confesaba; todo el mundo sabe que los subnormales no pecan. Ni tan siquiera la Gloria eterna nos estaba reservada, pues éramos demasiado tontos para ser mártires.

Llegaba el lunes, y volvíamos a matar y a morir.

El juego, sin embargo, cambió al poco tiempo. Ya no nos mataban en grupo, nos mataban uno por uno. Cada ejecutor elegía a su víctima, diferente en cada fusilamiento. Pero había un niño que siempre me elegía a mí. Era un niño vulgar y malnutrido, un retaquito miserable. Nos parecíamos mucho, ambos teníamos cara de gente, tan similar a la de tantos otros niños, luego hombres. Desde que me convertí en su elegido, la ceremonia del fusilamiento careció del orgullo y la rabia. Sentía en cambio una desazón profunda que fermentaba en las vísceras y me daba arcadas. Me veía a mí mismo en aquel niño. Peor aún, sentía como si me matara el niño que yo hubiera querido ser. Mi suicidio ultimado por otro. Y así hubo un día en que, sin pensarlo, huí de mi muerte y de mí mismo. Eché a correr. Los niños ejecutores corrieron detrás de mí; no así los fusilados, que cumplían con escrúpulo su papel. Me alcanzaron, me tiraron al suelo, me rodearon y dispararon. Todos menos el niño enclenque, que me miraba llorar como lloramos los mudos, y que me mira ahora, que no lloro.

A pesar de los años, su mirada no ha cambiado. Apenas ha crecido, su estatura mínima es una mella en ese simétrico pelotón de fusilamiento. Le tengo enfrente, como tantas veces le tuve. Lo sabía ya entonces, de una manera oscura, que acabaríamos así. En este país las guerras van y vienen como las olas. Prefiero que así sea, y que sea él. De hecho, le estoy agradecido: porque él me mató, no le tengo miedo a la muerte.

Y no es sino ahora que los fusiles se alzan y nos apuntan, que sé por qué él me elegía. Ahora que me van a matar y que como siempre que me matan no gritaré.