I racconti del Premio Energheia Europa

Malasmañanas, Rosario López_Madrid

Historia finalista Premio Energheia España 2020.

Cuando aquí despierta no está sola: suenan gallos y pasan tractores. Desayuna un plátano cada mañana, y un café. De chica pensaba que los plátanos eran los esposos de las zanahorias y decía esposo, no marido. Como en las novelas. Había novelas donde dos hermanas se peleaban por el marido rico, otras donde una se quedaba ciega; ninguna sobre conocerse a una misma, verdaderamente. Para eso, leía. Heredó libros de su tía soltera.

No había tractores sino mulos, que subían por la Cuesta de Malasmañanas. Su madre las llevaba en una burra. Allí, su padre escardaba, su madre ayudaba a que la candela ardiera con corozos después de desgranar el maíz. Su padre trabajaba sin descanso a cambio de que comieran: ella, su hermana, su madre. Él, también, comía. Suponemos.

Le gusta despertar aquí porque suenan gallos y pasan tractores y recuerda el progreso: que no siempre ha habido tractores y que a veces los gallos no cantan, como una. Alguien, por eso, por esto, le puso una palabra, para acompañar, al silencio.

Hay dos tipos de secretos, grillos que se guardan: los del amor, de las novelas, y los de enfermedad, que a veces no es más que ceguera, no ver lo que hay que ver en un rostro forastero, hermoso extranjeramente. Como de novela americana. La muerte, en cambio, no es un secreto, y es de lo que menos se habla en las calles, no así, no con la palabra muerte.

Se habla de la muerte a través de otras formas de vida. Los tractores, los gallos, la vecina que vendrá y hablarán de la muerte a través del café que se han tomado por la mañana cada una en su casa o el plátano que la vecina no se toma porque estriñe, Consuelo. Mientras, mientras se lo desayuna ella ahora, siguen pasando tractores. Ahora. Suenan los gallos, por debajo, del ruido, de las ruedas, de los tractores, de la vecina de Consuelo.

En tiempos del comunismo, en otros países del este, los plátanos eran el tesoro más esperado. En Latinoamérica, en cambio, eran las peras. En Paraguay, cuyo nombre viene de parar las aguas, algo así, recuerda. Una sueña siempre con lo que oye que probó una vez. También con lo que dio de probar y a otros gustó: ¿sus hijas?, ¿su marido? Aquel muchacho forastero, pero con parné, fuerte y alegre. Parecía.

Antiguamente llovía muchísimo, llovía tanto que la Cuesta de Malasmañanas se enfangaba y no había manera de indicarle a la Burra, que ella llamaba Borra y ese nombre se le quedó, que no iban a morir, que siguiera adelante. Iban al campo. En el campo trabajaba el padre para que comieran todas. El padre murió joven y analfabeto. Analfabeto e inocente, eso decía su madre, que pidió a Consuelo que fuera lista para que no la engañaran.

Los libros de la tía soltera le dieron otra cosa, no inteligencia. Comparaciones. Saramago decía que los más sabios que conoció fueron sus abuelos, en concreto, su abuelo. Su abuelo fue la persona más sabia y era analfabeta. Vivía de las cosas del campo y las bestias, también. Claro que no es lo mismo ser sabio que ser inteligente, Consuelo.

Borra se paraba y su madre, menos mal, llevaba un palo. Borra no se quejaba de los palos sino del fango. A Borra no le importaba que su madre le diera, pero no podía con sus patas. Sus patas se enterraban. Luchar contra la muerte cuando una está tan viva y sin dolor visible es la peor enfermedad. Borra, gritaba Consuelo, la chica, la más chica, que si no se casaba tendría que cuidar a los padres: a su madre diciendo a su padre inocente, inocente. Pero menos mal que apareció aquel muchacho, Consuelo.

Consuelo, también, tiene dos hijas. No viven aquí. Ellas se alejaron de Malasmañanas. En Malasmañanas ya solo viven los que subían la cuesta en bestias diariamente, siendo chicos, en busca de comida cuando no había asfalto sino fango, cuando llovía muchísimo, cuando la cuesta llevaba al campo, no al cementerio. Cuando una madre mandaba.

No era Consuelo mucho de su padre. Su padre prefería a su hermana, a la mayor. Tuvo una hermana, con la que iba en la burra, y ella sí pronunciaba bien burra. Ellas fueron dos. Su madre también fue hija junto a otra hija, la soltera que tenía libros y murió joven. Sus hijas, igualmente, son dos. A ninguna la llamó Consuelo. Su marido se llevaba bien con Consuelo madre, de madre, que siempre quiso un hijo macho. Podían estar en silencio, sin decir la palabra silencio. Ninguna palabra. Solo rostro. Su marido fue aquel muchacho tan alegre que apareció y sabía más que sembrar y era capaz de construir. Apañado. Mucho. Rostro de forastero. Que no engañaría.

Ahora, por ejemplo, suenan escombros. La vecina que queda en la calle y Consuelo. Están. Consuelo escucha. Ella escuchará. Escombros. De las obras del pasado. Consuelo arregló la casa para sus hijas, después de la muerte del marido, pero sus hijas no quisieron quedarse en Malasmañanas. Malasmañanas. No. La cuesta de Malasmañanas es imborrable, Borra. Borra.

Últimamente le tiemblan las manos, como si tuviera Parkinson: tiembla el vaso del café, tiembla el plátano, tiemblan los libros, que ya le aburren. Afortunadamente, no es nada hipocondriaca. Ni se parece a la Emma de Flaubert para inventarse cualquier tontería. Es fuerte. Se nota quién escribió esta novela. No hay nosotros ni pobreza común. Jamás podría haber escrito esto Rulfo.

Su abuela también era fuerte. Su madre le llevaba corozos para que prendiera la candela, después de desgranar el maíz. Un puñado de maíz no había para cada persona siempre, así que el maíz, a veces, lo dejaba hacerse más, más florido. Llovía. Llovía mucho. En el camino y allí. Hubo un año que no llovió nada. El año de la sequía no había casi verdura. No lo llamaron maíz con verduras, con verduritas, decía la abuela, la suegra de mamá, la dueña del campo que le dijo al muchacho pasa, hay comida para ti, Maíz con pena. Aquello aquel día se llamó Maíz con pena.

Maíz con pena. Bautizar a las cosas le hace a una creer que tiene algo. Pero cuando la muerte llega, verdaderamente, una no tiene nada. Sus hijas no viven aquí, aunque habla por teléfono con una. Su padre decía: La chica, mi mayor. Ella habla con la chica. Así es siempre. La grande tiene padre. La chica es del mundo. Su hermana era la mayor y era de su padre. Ella fue la chica. Se casó con un hombre analfabeto, pero no inocente. Apañado. Un hombre que llegó al campo un día con mucha hambre, pero no era pobre. Forastero. Un hombre con el que Consuelo tuvo, también, dos hijas. La chica es del mundo y habla con su madre. Pero en este caso las dos se han ido lejos.

A veces, los días en que en la cama despierta antes, ya pensando en los gallos, en los tractores, en el café y en el plátano, hace una lista de los hechos y las ideas que tiene comprobadas, de hecho. Malasmañanas, de hecho, es el nombre que se le puso a la cuesta porque una nunca sabía si de la lluvia podría salir viva. Y ahora, este año igual que aquel que no llovió, sin llover, de hecho. Malasmañanas fue el nombre con el que se terminó quedando el pueblo entero, en el que ahora viven, como mucho, dos mujeres por calle. Son las mujeres que guardan el pueblo. Dos mujeres y los tractores que pasan y los gallos de una mujer, vecina de Consuelo, en casa gigante, marido muerto, no inocente, hija mayor que no perdona, chica que, dice, soltera como aquella tía que me contaste, mamá. ¿Qué lees?

Había un campo que se llamaba La sequía. Venía de otra sequía malísima y así se le llamó. Las adversidades se pegan a los cuerpos como a los terrones que pisan los cuerpos. Cada vez que por allí pasaban con Borra y veían el lugar, no había que culpar a nadie, sino a la adversidad: La sequía. Pero al campo de la suegra de su madre no se le llamó de ninguna manera.

La abuela, la suegra de Consuelo madre, tenía unos zarcillos. Eran unos zarcillos de uvas. Ella podría tener el final de un año colgando de la oreja. Siempre, al comer las uvas pensaba en los meses que quedaban, trabajando el padre, ellas montadas en la burra, Borra, hasta el muchacho que no pobre y honrado, parece, y analfabeto, pero no inocente. Forastero hermoso. Con él no te engañarán. Y campanadas y bodas de negro porque acaba de morir el inocente, pero su madre te regala los zarcillos. Qué bien, por fin suegra y madre y mujer a una. Enero, ¿qué hay en enero, Consuelo? Y la madre hablaba con él de las parras, muchacho listo. Trabajador, Consuelo hija. Y fuerte para defenderte y trepar parras. Parra. La parra. La parra enreda por los tejados y hace casa sin casa, hace casa con el aire y toda la familia que en la muerte se juntará. Tampoco está sola la parra.

No sabemos qué pasó con los zarcillos. Uno se muere y las cosas se abandonan. En cambio, las cosas que desaparecen no terminan de morir nunca. Por eso hay que despedirse, hay que despedirse de lo que acaba o no acabará. Nunca. Este año. Esta noche. No está sola, aunque es verdad que al acabar el día quisiera decir Buenas noches a su hija mayor. Buenas noches y dormir. No pensar en los plátanos que le esperan por la mañana, que le trae la vecina a mediodía, que es la que sale a comprar, porque ella sí puede andar bien y tiene gallos.

¿No hay plátanos, Papá?

Mi mayor.

Y Consuelo, esta Consuelo, pregunta:

¿Qué hiciste con los zarcillos?

Nadie sabe qué pasó con esas uvas. Con las uvas que se hacen joya. Borra, en cambio… Las llevaba como paja, si no llovía. Borra prefería la sequía. Con sequía no había para comer, pero tampoco suegra, ni marido echando el cuerpo ni padre que muere pronto ni una errando y embarazándose de la alegría de calle, tristeza de casa que construimos y una hija, mi mayor, decía, el fuerte honesto, analfabeto, no inocente, no hables así a tu madre, te ha preguntado por los zarcillos de su abuela, tortazo, otra vez, y ya no más, y ya perder hija para siempre que se va, se sigue yendo. Silencio. Escombros. Grillos, en los cajones. No Malasmañanas. No adversidad.