I racconti del Premio Energheia Europa

Bífida, Álvaro de Soto_Barcelona

Historia finalista Premio Energheia España 2020.

 

La mirábamos con ojos tristes mientras su lengua bífida jugueteaba con el algodón de azúcar. Mi esposa y yo nos preguntábamos si nuestra frustración sería alguna vez la suya.

Por supuesto que no tendría por qué ser así; tal vez, si la educábamos correctamente, crecería amando su rareza: siendo privilegiada, y no víctima. Podría ser una niña, una adolescente, una mujer. Una de esas personas que conviven plácidamente con su circunstancia; siempre los hubo obesos, sordos, ciegos, de pies planos, cojos, de piel sensible. Felices todos ellos.

Lo malo es que jamás antes había nacido una niñita con lengua de serpiente.

 

Llegaron los medios en tropel, dos días después de su nacimiento, a convertirla en icono, en víctima, en chiste. En un pequeño monstruito de ojos verdes. Una prueba viva y con cerebro de que los nuevos tratamientos para la fertilidad eran una ofensa a Dios. A todos los dioses. De que jugar con los entresijos de la naturaleza era sobrepasar la soberanía de la raza humana, y que traía sus consecuencias.

Pero fuimos fuertes, y no dejamos que nadie nos dijese qué era o representaba nuestra niña. Nuestra dulce niñita.

 

Al año ya jugaba con su lengua, se relamía. Su pecado aparecía de entre sus diminutos labios, y se escondía con velocidad. Y reía. Siempre reía.

Nos atiborramos de alegría cuando, a los pocos años, vimos que comenzaba a caminar: en nuestras pesadillas siempre aparecía deslizándose por el suelo, enrollando su cuerpo en torno a la pata de la mesa del comedor. Nos sorprendió a todos con un andar grácil, elegante.

Pensamos que sería una niña feliz, normal, hasta que vimos las primeras escamas. Aparecieron durante una cálida primavera, después de la guardería. Mi esposa gritó mientras la bañaba.

Extraños pedazos de piel transparente colgaban de su axila. Ella no lloraba. Nos miraba impasible, sacando y escondiendo su lengua. Sacándola, escondiéndola…

 

Cuando cumplió los diez años, ya nunca la sacábamos a la calle.

«Está con los abuelos, en el campo», les decíamos a todos.

No estaba en el campo; vivía en el patio de atrás, comía ratones, sentía el sol. Sacaba y escondía su lengua…

 

Creció, y le construí un pequeño estanque en el jardín de la nueva casa, lejos de la ciudad. Ella se enrolló en mi brazo, y me lamió. Ya no hablaba, y sus preciosos ojos verdes eran ya un vago recuerdo para las fotografías. Pocos cabellos castaños quedaban en el fantasma de su piel.

Nuestra niñita…

 

Un mañana, cuando ya no recordábamos el aspecto de las demás personas del mundo, fuimos a comer al bosque. Bocadillos de queso y pepinillos, agua con gas y un ratón blanco. Comimos, jugamos, reímos. Sentimos el sol, y el agua del río. Mi esposa y yo nos besamos.

«En el fondo, lo hemos hecho bien», nos dijimos, sin pronunciar palabra.

Nos dimos la vuelta, y no vimos a nuestra hija. No estaba allí. La buscamos en el río, en los campos de maíz, en las madrigueras de las marmotas. Ni rastro. Mi mujer lloraba, maldecía, me insultaba a mí. Yo también lo hacía.

Cayó la noche y no la encontramos.

Pasaron los meses, y seguíamos sin saber de nuestra niña. Nos volvimos seres huraños, enfadados siempre con el mundo, con las circunstancias que nos habían conducido hasta aquel preciso instante. Pero seguimos juntos, sin separarnos ni un solo día. Esperando su regreso.

 

Enterré a mi esposa en el jardín, junto al estanque cubierto de insectos, el mismo día en que nuestra hija habría de cumplir treinta años.

Yo esperé la muerte, pacientemente. No la forzaba, pero tampoco me resistía a su avance inclemente. Llegué a pensar que morir era la única forma de volver a verla. Más que una creencia, era un espectro que siempre me acompañaba, una certeza absurda, pero certeza, al fin y al cabo.

El tiempo pasó, y me convertí en anciano. Me movía con dificultad, y respirar suponía una hazaña, como cruzar un océano a nado.

 

Una mañana me desperté, y supe que había llegado mi hora. Afuera llovía rabiosamente. Arrastré mis piernas inútiles sobre el fango, y de algún modo me las arreglé para llegar al bosque donde vi a mi niña por última vez. Mi niñita de cabellos castaños…

Me tumbé junto a un árbol, y abrí los ojos. La lluvia aporreaba mi rostro.

Y yo, sonreía. Porque allí, imaginé a mi niña: la vi colgada de las ramas de un árbol, cazando ardillas, lagartos, quién sabe si jabalíes, lobos, ciervos. La imaginé conociendo el amor reptil, poniendo huevos, haciéndome abuelo. Conociendo el mundo, siempre a ras de suelo.

La imaginé viviendo una vida plena, feliz, total… entonces, me fui en paz.